Consejo al escritor
Foto: Beatriz de la Torre
Hace cuarenta años, cuando estudiaba una carrera extraña a la que llamaban Comunicación social-periodismo, el medio en que me movía me enseñó a despreciar a los periodistas que no tenían un título profesional. En aquel tiempo, obtener un diploma universitario para ejercer el periodismo era un asunto nuevo y nos sentíamos mejores y más preparados que cualquiera. Sin importar la experiencia que tuvieran, o lo que hubieran hecho, nos referíamos con desdén a los “empíricos”, esa especie que ya empezaba a extinguirse y que desaparecería —en nuestra joven y arrogante opinión— sin llegar a conocer los secretos del oficio.
Pero, como la vida no deja de enseñar, con el tiempo he llegado a ver la otra cara de la moneda. Estudié periodismo porque quería ser escritor y sentía que estudiar literatura —en aquel tiempo la carrera se llamaba “Filosofía y letras”— podría matar en mí la espontaneidad con que había escrito algunos cuentos en el bachillerato. Averigüé las carreras que estudiaban los escritores. Ya empezaba a pasar de moda que fueran abogados. Supe que algunos —Hemingway, García Márquez— habían llegado a las tierras de la creación por los caminos del periodismo. Así que decidí que velaría mis armas en una sala de redacción.
El plan, creo, funcionó. Creo haber llegado a ser escritor. Solo que con los años empezaron a aparecer los diplomas para escritores y ahora soy, y me he sentido visto por los nuevos, como un simple y precario farsante que nunca se ha graduado de lo que hace. La vida me alcanzó para sentir la ternura compasiva que sentían hace años los empíricos por los nuevos periodistas con diploma.
No tengo interés en las batallas generacionales. Supongo que entre los muchos escritores con diploma habrá gente brillante (me perdonan si no los leo, pero tengo cosas importantes por leer). Entiendo la altivez de los jóvenes porque yo mismo, lo confieso, no creo haber regresado nunca a la lucidez y la potencia creadora que tuve alrededor de los veintidós años.
Ahora veo desde una colina tranquila y escarpada las batallas por la atención y el renombre. Me he resignado sin drama a que me lean dos o tres. Desde este exilio tranquilo, quiero enviarles un consejo a los recién llegados: lean a Samuel Johnson, no encontrarán a nadie que haya entendido mejor el espíritu y las miserias de la creación literaria.
Me ha conmovido de muchas maneras la enorme y modesta inteligencia de ese hombre de vida triste que asumió la escritura como una especie de vocación religiosa. Sus vidas de poetas son monumentales. Su Rasselas y la historia detrás de esa novela hacen temblar. Sus poemas “Londres” y “La vanidad de los deseos humanos” son imperdibles. Sus columnas de prensa “The Rambler” (que se traduciría como el caminante o el andariego) y “The Idler” (que sería algo así como el perezoso o el holgazán) son las mejores puertas de acceso al mundo de quien algunos consideran el segundo escritor en lengua inglesa después de Shakespeare.
Durante años leí y releí antologías y fragmentos de esas columnas o “ensayos”, como los llamó Johnson; pero ahora, finalmente, he decidido leerlos en su integridad y en el orden en que fueron apareciendo, por allá en la mitad del siglo dieciocho. El panorama que ofrecen es muy amplio. Hay comentarios sociales, morales, religiosos. Hay un diálogo constante con los clásicos (el estilo de Johnson está lleno de latinismos). Emprender la lectura ordenada me ha permitido ver con claridad que uno de los temas constantes es, justamente, el de la creación literaria. Ahora me cuesta creer que alguien que aspire a ser escritor vaya por el mundo sin haber leído a Samuel Johnson.
Para no irnos muy lejos, la primera entrega de “The Rambler” es una reflexión sobre el mayor o menor pavoneo con que los escritores se presentan ante el mundo. Johnson advierte que no es buena idea que nos anunciemos como Homeros, si no podemos estar a la altura de las expectativas que creamos (“es más placentero ver que el humo se enciende y se convierte en llama, que ver la llama apagarse y volverse humo”). Pero considera un peligro mayor la modestia, “porque no es razonable que espere la confianza de otros quien duda de sí mismo”.
La segunda entrega es una invitación a la sobriedad y pinta el paisaje desértico que recorre el que aspira a entregarse a la creación literaria. Lo primero para tener en cuenta es que las críticas y censuras nunca habrán de faltar. “Se critica con facilidad”, dice Johnson, “porque hacerlo supone superioridad”. Y agrega: “los hombres se complacen imaginando que han hecho investigaciones más profundas, o averiguaciones más amplias, que los demás, y que han detectado faltas y tonterías que se escaparon a la observación vulgar”.
Una profunda reflexión sobre el Quijote le permite a Johnson señalar esa frecuente debilidad humana —más frecuente todavía en los escritores— de imaginar felicidades y honores futuros. Advierte sobre el temor de todos los que escriben a que se les ignore y señala la mediocre y dispersa atención del público al que aspiran impresionar y del que esperan esos honores. En menos de tres páginas, Johnson habla de la indolencia de muchos para leer lo que no llega precedido por la fama, de los obstáculos que la envidia pone en el camino de los que no quiere ver prosperar, del temor de los reputados a opinar sobre algo que todavía no goza de aprobación, de lo superiores que se sienten los que desdeñan, de los muchos que se creyeron geniales y ya están olvidados, y de las causas indirectas del éxito literario, que nada tienen que ver con la “industria, el conocimiento o el ingenio”.
Los ensayos de “The Rambler” fueron 208. Leídos y releídos con la atención que se merecen pueden tomar años. Las dispersas lecturas anteriores me permiten saber lo que me espera. Es por eso que te invito a que sueltes el diploma y que lo leas.