Una nación de personas esclavizadas
En cuatro siglos, el país del sueño desplazó a los habitantes de estas tierras, creció, dejó de ser colonia, tomó forma, vivió guerras internas, asumió liderazgos mundiales, patrocinó iniquidades y llegó hasta la agonía que hoy vive sin poner jamás en duda su leyenda original. Las mayorías blancas se sentían cómodas y bien representadas con la historia de los peregrinos fugitivos que llegaron en el Mayflower y establecieron en 1620 la colonia de Plymouth, en la costa nororiental, muy cerca de donde diez años después sería fundada la ciudad de Boston.
A nadie parecía incomodarle que la llegada de los peregrinos hubiera sido la causa de la muerte violenta de muchos indígenas. Entre los charcos de sangre que dejó el capitán Miles Standish, los que se sentían descendientes de los peregrinos, quienes por mucho tiempo se creyeron los únicos y auténticos representantes de la nación, eligieron un episodio poco común en aquel tiempo —el banquete compartido por los colonos y los Wampanoag— para establecer una de las celebraciones más representativas del país: el Día de Acción de Gracias, que se celebra cada año el último jueves de noviembre.
El asunto es más bien un cuento de hadas que el tiempo fue consolidando. Mucha gente lo aceptó como verdad incuestionable. Grandes poetas, como Longfellow, representaron esa narrativa del origen con las bellezas de la poesía pastoral. A esa leyenda se aferran los supremacistas blancos que hoy despliegan su maldad amparados en un patriotismo y un cristianismo tergiversados.
Por eso hubo tanto sobresalto cuando Nikole Hannah-Jones, la periodista de The New York Times especializada en justicia social, emprendió hace tres años el “Proyecto 1619”, cuyo propósito es denunciar mentiras de la historia oficial, contar lo que no ha sido contado, proclamar —de manera que se escuche— que esta potencia que se hunde en la impotencia fue erigida sobre la base de la esclavitud. El punto de partida para esta “nueva historia del origen” fue la llegada, en agosto de 1619 a la colonia británica de Virginia, de un barco con unos treinta esclavos (en el libro sobre el proyecto, el término esclavo se sustituye por la expresión “personas esclavizadas”). Así nació el cruel sistema esclavista estadounidense, una práctica que aún hoy le da forma al tejido social y la vida cotidiana del país.
El miércoles pasado, Nikole Hannah-Jones visitó la universidad donde enseño, una institución que —en el argot de los derechos civiles— se conoce como PWI (Institución predominantemente blanca), y no dejó de incomodar a un sector de su auditorio. Por su iniciativa, Hannah-Jones recibió el Premio Pulitzer de periodismo y tuvo el raro privilegio de ser atacada directamente por el anterior presidente, un pobre diablo que amenaza con volver fortalecido. Su actitud colorida y desafiante revela el orgullo de quien sabe que ha tocado fibras sensibles y está haciendo algo importante. Frente a un auditorio donde los estudiantes y profesores de color por fin se sentían cómodos, habló de su proyecto, de la persecución de que ha sido objeto, de la necesidad urgente de que las minorías oprimidas conozcan la verdadera historia, esa que no se enseña en las escuelas. Por eso resultaba inevitable que su presentación hiciera visibles cosas que por estos lados suelen pasar desapercibidas.
La visita de Hannah-Jones forma parte de un ejercicio de contrición en una universidad que intenta afrontar un pasado vergonzoso. Hace treinta años, los directivos de la institución le entregaron a la policía local una lista con los nombres de sus estudiantes de color, lo que permitió que los sometieran a un acoso y una vigilancia particulares. Desde que el asunto se hizo público se ha insistido en que es cosa del pasado. Pero esa es otra fantasía que la mayoría blanca —esa que dice no ver colores o que niega ser racista porque tiene amigos de color— ha querido creer. La prueba de que seguimos como hace treinta años —o como hace cuatrocientos— fue la pregunta que una joven estudiante negra le hizo a la periodista: “¿Qué puedo hacer en un lugar donde hasta los profesores me discriminan?”
El silencio que sobrevino se podía cortar con una navaja. Sentí vergüenza propia y ajena por esa institución a la que le he entregado dieciocho años de mi vida y en la que —cansado de ser un bicho raro— he optado por la invisibilidad. Me produjo una mezcla de admiración y de tristeza el coraje de esa chica que se sintió alentada a expresar en público su frustración, gracias a la visita y las palabras de Hannah-Jones.
Podría decirse que hay algo esperanzador en que esas cosas se discutan de manera abierta en una universidad. La periodista alentó a la chica a no darse por vencida, a conseguir lo que vino a buscar, y fue evidente que muchos de los asistentes se identificaron con esa conversación y se sintieron inspirados por la respuesta. Pero cuando pienso en el riesgo que corre este país de caer en el fanatismo (en menos de una semana sabremos si sucumbe o la agonía se prolonga), me pregunto si esta historia que apenas ahora empieza a ser escrita no quedará borrada por las hordas del desamor y la ignorancia.