2. Todos los viajes el viaje
Catedral de Lichfield
De todas las definiciones de la vida (sueño, milagro, regalo, penitencia), una de las más unánimes es la que la describe como un viaje. Por más sedentario que uno sea, es fácil concebir la noción de recorrido entre los dos misterios que la delimitan. Todo viaje no es más que una porción de ese viaje mayor (una especie de versión en miniatura) y es una invitación a volver a pensar en el misterio sin respuesta que representa la vida.
Por supuesto, es imposible ser trascendentales de manera ininterrumpida. Si uno va al parque o al supermercado, no es común que suspire y evoque el misterio mayor. Pero cuando uno sale a darle la vuelta al mundo cada gesto y cada episodio parece llenarse de significado.
Al pensar en los preparativos que anteceden la experiencia y el relato que la cierra, es casi inevitable imaginar que la vida también tiene esos componentes, que las cosas no empezaron de manera impremeditada cuando nacimos y que no terminarán sin un balance después de haber soltado el último suspiro. Pero todo indica que llegaremos al final sin que hayamos confirmado esa teoría.
Siendo solo un fragmento, los límites del viaje dentro del viaje suelen ser imprecisos. Porque el relato tiene que empezar en algún lado, he elegido el viernes 28 de marzo, cuando salí de mi casa en Siberia con la maleta y el morral que me acompañan. Pudo empezar años o semanas antes, con el sueño indeciso o con la elección del itinerario, pero esa opción alargaría tanto la historia que no conseguiría salir nunca de mi casa.
Para poner un poco a prueba mi paciencia, ese día decidí adentrarme en el tráfico infame de un viernes por la tarde en la ciudad de Nueva York. Llevo veintiséis años viviendo en el país del sueño y, después de una fascinación comprensible por las multitudes de la gran manzana, los últimos quince años le he sacado el cuerpo a esa sopa de locos, y he accedido a volver solo para entretener a parientes o amigos que vienen de visita.
Como le debía un abrazo a Margarita Sánchez (la amiga que me tendió la mano para que saliera del país de los colombios) y tenía una caja de libros para donar en un centro cultural, conduje, a través de un paisaje todavía invernal, desde Siberia hasta Queens, donde dejé los libros en "Barco de papel". Después seguí hasta Brooklyn, donde pasé una velada deliciosa, sintiendo un afecto que ha crecido con los años. Mi largo periplo, por trancones que no me importunaron, concluyó ese día en New Jersey, donde disfruté de la compañía de mis hijos y nietos hasta el lunes por la tarde, cuando me embarqué rumbo a Londres.
De los días previos al vuelo trasatlántico recuerdo las variadas reacciones frente a mi aventura. Mi madre escuchó mis planes con actitud reservada, quizá con la intención de redoblar sus oraciones durante las seis semanas. Mi hija asumió como propia la responsabilidad de que no descuidara detalles de mi seguridad y, de manera implícita, aseguró que iría a buscarme a cualquier parte si algo me pasara. Otros aportaron detalles y ofrecieron herramientas (¿Conocen los videos de Luisito?). Hubo buenos deseos y "envidia de la buena". Perdí una amistad que quizá no era tan amigable. Puedo asegurar que la mejor manera de probar la calidad de los afectos es emprender un viaje alrededor del mundo y prestar atención a la actitud de la gente al despedirse.
Una amiga que se empeña en darme más consejos de los que necesito me dijo que estuviera atento a las señales y recordé la manera como los antiguos leían augurios en todas partes (la "Eneida" abunda en ejemplos de esa práctica). Lo curioso es que tardé poco en recibir la primera señal. En el aeropuerto, tratando de ajustarme a las exigencias de la aerolínea, tuve que arrojar a la basura los tres volúmenes de "La ciudad de los crepúsculos", que le llevaba a mi viejo amigo Juan Carlos Pérez.
Sin lamentarlo mucho, liberado de ese peso, me dispuse a vivir esa siempre poderosa sensación de salirle al encuentro al sol del nuevo día, a una altura aterradora sobre el océano Atlántico. Esta vez, se asomó poco después de la medianoche dispuesto a iluminarme la sonrisa.
Arqueología literaria
Escribo esto el jueves en la tarde. Desde el martes he sostenido una suave batalla con el "jetlag", ese desbarajuste entre los hábitos del cuerpo y las horas del lugar al que he llegado. He disfrutado de la compañía de mi amigo, he recorrido Londres con pasos tranquilos (ayuda que no es la primera vez que visito este país rústico que alguna vez fue imperio). Ayer visité la Biblioteca británica, mi lugar favorito en esta ciudad, y hallé los poemas eróticos de un sacerdote español del siglo XVI. Al final de una tarde sin nubes me senté a ver pasar gente en Trafalgar Square, a pensar en el variado reflujo de un pasado colonial, a pensar en el enigma fascinante que se esconde detrás de cada rostro.
Trafalgar Square
Hoy visité Lichfield, el pueblo donde nació Samuel Johnson y, además de entenderlo mejor (almorcé a la sombra de su árbol preferido), me sentí arrobado ante esa catedral de mil trescientos años que es como un puente entre lo temporal y lo eterno.
Lichfield (en primer plano, un retoño del sauce favorito de Johnson; al fondo, la catedral)
El viaje apenas comienza y ha estado lleno de señales y de hallazgos que parecen dispuestos desde lo alto. Anoche tuve un sueño que me arrojó a la vigilia lleno de energías que estaban dormidas. Hoy en Lichfield encontré un par de joyitas bibliográficas que parecen regalos. Una de ellas es "The Everlasting Mercy", un poema absolutamente hermoso de John Masefield, que me leí de una sentada antes de regresar a Londres.
Siento que me adentro en un camino por el que jamás regresaré. Me asusta y me emociona saber que en cuestión de semanas seré un hombre muy distinto al que el viernes pasado se marchó de su casa.