“No nos veamos mañana”
Victor Hugo en su lecho de muerte. Fotografía de Felix Nadar.
En el segundo tomo de sus “Curiosidades de la literatura”, Isaac Disraeli cuenta que Montaigne tenía un interés especial por los detalles que rodearon la muerte de personas notables: sus actos, sus palabras y la actitud que asumieron. En el fondo de esa búsqueda palpitaba una curiosidad particular sobre su propia muerte. Montaigne se prometió a sí mismo que moriría en el momento de la elevación, en la santa misa, pero no cumplió su promesa.
Ovidio escribió que quería morir entregado a los placeres del amor, pero no sabemos si ese deseo fue satisfecho. De ser así, tampoco sabemos si quien lo acompañaba recibió ese desenlace de manera tan sublime y desapegada.
Tarde o temprano todos hemos conjeturado los detalles de nuestra partida, pero lo común —y quizá lo más sano— es no pensar en el asunto. Mi deseo, impreciso en los detalles, es tener una muerte que no duela ni se prolongue mucho y aceptar lo que ocurre sin excesivos sobresaltos. Dudo que pueda llegar a lo que aspira mi amiga Sunethra: “morir feliz de morirme y sin ganas de reencarnarme”; pero espero no agregarle patetismo a ese momento con ruidosas resistencias y lamentos.
Alguna vez tuve la intención de escribir una colección de muertes raras en la que quería incluir, entre muchas otras, la del filósofo Metrocles, quien según Diógenes Laercio “se sofocó a sí mismo” con sus ventosidades. La idea se fue diluyendo porque encontré que ya había libros sobre el tema y porque con el tiempo he venido a pensar como el Doctor Johnson, que de ese asunto mejor no se habla y que lo importante es pensar “cómo se vive y no cómo se muere”.
Esa fue la respuesta que Johnson le dio a Boswell, su biógrafo, cuando este quiso su opinión sobre un tema que sabía que le aterraba. Cuando Boswell insistió con su pregunta, Samuel Johnson entró en cólera y se alejó diciendo con voz trémula: “No nos veamos mañana”.