“NO ME IMAGINO LA VIDA SIN LA ESCRITURA”
En esa montaña de papeles que es mi archivo personal basta alargar la mano para hacer hallazgos. La semana pasada me encontré con un retrato de Manuel Zapata Olivella. Hoy me he encontrado con una de las mejores entrevistas que me han hecho (en mi antología hay también otras de Juan Carlos Guardela y Juan Manuel Zuluaga). El entrevistador: mi viejo amigo y gran periodista Heber Zabaleta Parra; el medio: Noticias al sur, de Neiva; la fecha: abril 21 de 2015. El motivo: la presentación en la Feria del Libro de Bogotá de mi novela “Santa María del Diablo”.
La publicación original, en Noticias al sur, puede leerse siguiendo este enlace.
La escritura, ¿cómo fue su encuentro personal con este universo?
Siempre quise ser escritor. Me recuerdo a los doce o trece años, leyendo a Mark Twain o a Julio Verne, y pensando cómo podría hacer algo semejante. Escribí mi primer cuento como a los catorce. Nací en Medellín pero desde muy joven pensaba que Cartagena era la ciudad ideal para hacerme escritor. Estudié periodismo porque vi que muchos escritores habían empezado como periodistas. Cuando estaba en la universidad les decía a mis amigos, medio en broma y medio en serio, que trabajaría en El Universal porque ahí había empezado García Márquez. Llegué a Cartagena a principios de 1989. Tenía veinticuatro años. Al año siguiente empecé a trabajar en El Universal y muy pronto tuve la fortuna de estar a cargo del suplemento literario. Aquel tiempo era una fiesta de la escritura. Además de las crónicas que publicaba en el periódico, empecé a escribir mi primera novela. La interrumpí por casi dos años para escribir Un ramo de nomeolvides, mi libro sobre los inicios de García Márquez. Poco después vine a los Estados Unidos, gracias a una beca que recibí de la Universidad de Rutgers, y hace diez años soy profesor de la Universidad del Estado de Nueva York. He sido periodista y profesor para no “vender” mi literatura. No recuerdo una época de mi vida en la que no escribiera. Mi equipaje está hecho de cuadernos y memorias de computador llenas. No me imagino la vida sin la escritura.
Y con la lectura, ¿cuáles son los aportes vivenciales que rescata de esa experiencia para lo que hoy es usted?
Verne fue mi primera pasión. Cada semana prestaba dos libros suyos en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Jairo Aníbal Niño fue un autor que leí con mucho placer, cuando estaba en el bachillerato. Después descubrí a Cortázar y comprendí que la literatura no tenía que transcurrir siempre en lugares remotos y exóticos, que lo maravilloso podía hallarse en casa o en un autobús. De Cortázar aprendí también que la escritura tiene musicalidad. Muchos de mis primeros cuentos tienen la influencia suya. Luego asimilé otras influencias y empecé a explorar y a encontrar maneras propias de decir. García Márquez me dio una lección de entrega al oficio. Borges me ahorró la necesidad de leer bibliotecas enteras y me condujo a otras lecturas. Encontré afinidad con los temas de Beckett. Quise aprender de Salinger la capacidad para crear escenas y para sugerir en lugar de explicar. Con el tiempo han llegado otros maestros. Con Onetti me parece que la prosa en castellano ha llegado a una cima muy alta. La inteligencia y la pasión de Sor Juana no dejan de fascinarme. Chesterton es el santo de mi mayor devoción.
¿A partir de qué prácticas, reales o soñadas, construyó lo que se convertiría en su primera publicación?
Desde muy joven tenía impaciencia por publicar. Me inspiraba la idea de que mis palabras pudieran llegar a mucha gente, en lugares y tiempos remotos, y que quizá serían significativas para ellos como eran para mí los libros que leía. Con tres amigos de la universidad hicimos un librito de cuentos cuya edición fue patrocinada por mi padre. Se llamaba Y vaya uno a saber por qué. Fueron cien ejemplares que vendimos entre los compañeros. Pero mi primer libro fue Un tal Cortázar. Como la facultad de Comunicación Social permitía hacer un reportaje extenso como trabajo de grado, dediqué cerca de un año a investigar y a escribir la biografía de mi ídolo de aquel tiempo. Después supe que fue la primera biografía de Cortázar que se publicó. Hasta entonces había escrito cuentos de manera informal, silvestre. Pero cuando estaba en los capítulos finales de Un tal Cortázar supe que pasaría el resto de mi vida escribiendo.
¿La realidad ha superado la ficción de sus obras?
Parece un lugar común, pero es cierto. No hay que inventar nada. La realidad es abundante y lo que el escritor debe hacer es darle forma, construir sus relatos a parte de esa materia prima inagotable. Esto es más evidente cuando se trata de novelas históricas, crónicas o biografías; pero también es cierto para los textos más imaginativos. Me ha ocurrido con frecuencia que aquello que los lectores encuentran más exagerado en mis novelas es aquello que ocurrió en la realidad. En El origen del mundo, la novela que ganó el Premio Bicentenario en México, hay un niño que juega con un violín Stradivarius y con una cabeza reducida del Amazonas. Nadie me cree que en algún momento tuve esos juguetes. Igual ocurre en El país de los árboles locos, donde todo el proceso de investigación fue similar al que hago con los textos periodísticos. Con el tiempo he descubierto que la literatura es un espacio para las verdades del corazón, de las que hablaba Faulkner, y que lo que uno está haciendo –escriba lo que escriba– es su crónica vital: la de sus experiencias y encuentros, la de sus lecturas y ensoñaciones.
Santa María del Diablo, la novela que lanzará en la Feria del Libro en Bogotá, cuenta la historia de Santa María de la Antigua del Darién, la primera ciudad fundada por los españoles en Tierra Firme. ¿Qué es realidad y qué es ficción?
Hace veinte años, cuando vivía en Cartagena, uno de mis lugares favoritos era la Biblioteca Bartolomé Calvo, que está en el sector antiguo de la ciudad. Ahí encontré una historia del Urabá antioqueño, con mucha información sobre Santa María de la Antigua del Darién. La historia me pareció fascinante. En un solo pueblo estaba condensado el encuentro de los dos mundos. Había también unos episodios que parecían concebidos por una mente delirante: una peste de modorra, gestos enloquecidos, violencias desatadas. Me pregunté por qué nadie había escrito esa novela en la que no era necesario imaginar nada. Tardé veinte años en materializarla, porque sabía que, antes de poder contar la historia, tendría que leer los miles de páginas que constituyen la Historia General y Natural de las Indias, de Gonzalo Fernández de Oviedo. Oviedo me interesa muchísimo como escritor y como persona. Sus contradicciones lo humanizan. Su crónica es monumental y, sin embargo, no descuida los detalles menores. En Santa María del Diablo procuré inventar muy poco. Quiero que el libro tenga también el valor del documento histórico. Lo que hice fue darles dimensión narrativa a hechos que a veces los cronistas cuentan de manera muy breve. Si un monstruo marino devoró una embarcación, yo traté de darle vida a ese episodio. En el caso de la peste de modorra traté de entender y expresar esa curiosa tragedia en la que más de setecientas personas murieron literalmente “de sueño”. Se quedaban dormidos con un sueño tan pesado que se morían de hambre. En ocasiones tuve que poner nombres a personajes que en los relatos no lo tenían. Pero quien lea el libro puede saber que los hechos históricos tienen siempre una base documental.
¿Qué es la crítica para usted? ¿Le ha ayudado, le ha frenado, la práctica?
La crítica debería ser una lectura atenta, justa, informada, que ayude a los lectores a apreciar una obra. Pero no creo que haya mucha crítica en Colombia. Hay vínculos comerciales entre los medios y las grandes editoriales. Hay nombres y libros que se inflan e imponen sin que muchos se hayan tomado la tarea de leerlos. Hay reseñadores de contraportadas. He tenido la suerte de dar con algunos buenos críticos de mis libros, aquellos a los que uno les agradece incluso las flaquezas que señalan. También ha habido críticas malintencionadas. Pero en general ha habido una ausencia notable de crítica. Colombia sigue siendo un país centralizado. Un pequeño grupo de personas y de medios bogotanos decide qué es la literatura nacional y tiene la tendencia a ignorar lo que se hace en las provincias. Si no les rindes pleitesía te ningunean. Confieso que a veces esa actitud puede ser frustrante. Uno sospecha que algo anda mal si recibes un premio de novela en un país con tanta tradición literaria como México y ningún medio bogotano registra la noticia. Pero la mejor manera de disolver la frustración es escribiendo. Yo mismo hago reseñas literarias de autores poco apreciados. En un periódico de Medellín escribo una columna titulada Relecturas, donde me dedico a rescatar libros que la gente desconoce o ha olvidado por andar persiguiendo novedades.
“La mayor satisfacción”
De su primer libro a su más reciente obra, ¿cuáles han sido las mayores satisfacciones?
La mayor satisfacción es el acto mismo de escribir. Desde el principio pensé que ser escritor no es una profesión sino una actitud: escritor es el que escribe. De mis maestros he aprendido que no hay que conformarse con ser mediocres, que hay que trabajar cada frase como si fuera a perdurar. Los premios han ayudado, porque estimulan, nos dicen que vamos por buen camino, facilitan las cosas. Pero me quedo con las satisfacciones íntimas, casi secretas: ese mensaje electrónico de un lector agradecido, ese muchacho que empieza a traducir tus libros sin que nadie se lo pida, ese trino de Twitter en que una jovencita les dice a sus amigos que de cumpleaños quiere todos mis libros.
¿…Y alguna decepción?
En el caso de Santa María del Diablo, me decepciona observar que nada ha cambiado desde hace quinientos años. Cambian los nombres, los protagonistas, pero la esencia de los hechos sigue siendo la misma: unos pocos que abusan de la mayoría, crueldades sin fin, mentiras e intrigas. A nivel personal, la decepción ha sido que mi padre no haya visto lo que he hecho. Fue asesinado cuando yo tenía veinte años. Aquello me marcó, reaparece en varios de mis libros. La muerte de mi padre me dio una consciencia muy clara de mi propia mortalidad. Me recuerda constantemente que no debo perder tiempo. La escritura ha sido mi venganza, mi antídoto contra la muerte y el olvido.
¿Cómo pasas de un libro a otro? ¿Hay un tiempo, mental o real determinado para que aparezca una nueva publicación?
Siempre estoy trabajando en varios proyectos. Digo en broma que quiero escribir cien libros, para ganarle a Chesterton. Voy mal. A mí edad, y sin computador, él ya iba por los cincuenta. Yo apenas tengo un poco más de veinte. Los libros van avanzando poco a poco y, de pronto, hay uno que empieza a exigirme más atención, siento que ha llegado el momento de terminarlo. Entonces trabajo en ese libro con mucha intensidad. Mis libros suelen tener una gestación larga. Morir en Sri Lanka, la novela que el año pasado quedó finalista del Premio Herralde, me tomó quince años.
Los públicos y el autor
¿La relación con sus lectores cómo la siente?, ¿le impulsa o le marca hacia una forma determinada de escritura y el abordaje de temas específicos?
Siento que he venido encontrando un público lector que sigue y aprecia lo que escribo. A través de mi blog mantengo una comunicación permanente con ellos. Eso me parece más valioso que ser conocido como resultado de estrategias de mercado y relaciones públicas. Nunca me ha gustado ser una persona pública. Las presentaciones, las ferias, son momentos excepcionales. Lo natural es estar a solas, escribiendo. Además de darme felicidad, la literatura ha sido el espacio de mi libertad. Por eso he evitado ser un producto comercial. Nunca he sentido que los temas vengan impuestos por los lectores. He gozado de completa libertad en la elección de mis enfoques. Tengo muy claro que no escribiría, por ejemplo, novelas sobre la violencia colombiana contemporánea. Creo que la vida no va a alcanzarme para los proyectos que tengo en mente.
Desde el universo propio que conforma su obra literaria, sus creaciones, ¿piensa usted que ha contribuido a una mejor sociedad? ¿Cómo?
Creo que hay algo de delirio en quienes creen estar dirigiéndose a países o a continentes. Cuando estaba en El Universal me inventé un alter ego, el viejito Wenceslao Triana, quien escribía columnas de opinión y siempre se dirigía a “sus dos o tres lectores”. Creo que entre mis dos o tres lectores he podido insistir en el hecho de que la sociedad y el mundo mejoran a partir de decisiones individuales. He dicho que cada uno está a cargo de ese pequeño y enorme reino que es su vida, donde a la vez es vasallo y soberano. He insistido en que es preciso interrumpir el círculo vicioso de la venganza y la violencia. Me he revelado contra la deshumanización, contra el desprecio por la vida.
“Enseñar es escribir cantando”
¿…Y desde las aulas qué? ¿Esa experiencia académica ayuda a su proceso de escritura o lo frena? ¿Por qué?
Enseñar es escribir cantando. Se siente una gran alegría cuando los ojos brillan y sabes que has logrado ofrecerles a tus estudiantes una nueva manera de ver y apreciar el mundo. La soledad de la escritura puede ser perniciosa. Enseñar me da equilibrio, me pone en contacto con las nuevas generaciones, me nutre de historias. Dudo que pudiera dedicarme a la escritura de manera ininterrumpida. Necesito ese contacto a tierra, esa energía y esa frescura que me ofrece la enseñanza.
En una reciente entrevista, el Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa dijo que “confundir cultura con información es equivocado. La cultura siempre fue y será elitista”. ¿Qué opinión le merece esta afirmación?
La frase de Vargas Llosa está probablemente influida por el ensayo de Ortega y Gasset, La rebelión de las masas. Quizá utilizó la palabra elitista para generar polémica; porque, en nuestro tiempo, la palabra élite suele tener una connotación socioeconómica. Estoy de acuerdo en que nos estamos perdiendo en la trivialización. Lo que hoy se llama literatura pasa de moda en menos de seis meses. Muy pocos compran libros o los prestan en bibliotecas y son mucho menos los que leen. Hoy pasamos, en cuestión de minutos, de la militancia de moda a embobarnos mirando videos de gatos o el color de un vestido. Estamos en la época de los linchamientos virtuales. Nos vamos quedando sin criterio y sin memoria. En medio de esa trivialización general, es necesario hacer un gran esfuerzo para seguir despiertos, activos, pensantes, y son pocos los que hacen ese esfuerzo.
“La lectura y la escritura son actos íntimos”
¿Las ferias de libros son tan importantes cómo se perciben o se han convertido en un espectáculo más?
Son un espectáculo que refleja nuestro tiempo. Uno no se imagina a Cervantes o a Joyce en una feria de libros. Las ferias contribuyen principalmente a dar ganancias a las grandes editoriales. Pero la lectura y la escritura son actos íntimos, diálogos de silencio. Estamos llegando a un tiempo en que quieren convertir al escritor en una atracción de feria (como la mujer con barba o el faquir tragador de espadas). Imagino que este año vamos a quedar saturados de Macondo y García Márquez. Personalmente, si no hubiera leído antes a García Márquez, no creo que hoy lo leería. En principio no leo a los autores contemporáneos. Nunca he estado interesado en autores de moda. Como si eso fuera poco, en las ferias abundan los escritores, que no suelen ser una muy buena compañía. Consciente de la contradicción en la que caigo, tengo que decir que entre los escritores hay mucho de vanidad, de farsa, de fatuidad. Creo, como Patricia Highsmith, que no hay que tener amigos escritores. En el caso colombiano, el éxito y la fama de García Márquez ha hecho que muchos quieran publicar libros, no por vocación o por pasión por el oficio, sino porque quieren ser famosos, codearse con celebridades y aparecer en las páginas sociales.
Al lado de todo eso negativo, las ferias también propician el acto hermoso y simple de reunirse con un grupo de amigos a compartir la alegría de haber publicado un libro. Siempre que publico algo nuevo pienso en el niño que fui, en su sueño de ser escritor, y me dedico a darle vida a su alegría. Una feria de libros es también una enorme librería y, si uno es paciente y agudo, es posible que en medio de tanta cosa se encuentre joyitas que de otro modo no habría encontrado.
…Y no podemos dejar de hablar del Nobel Gabriel García Márquez. Recordemos que usted escribió el libro ‘Un ramo de nomeolvides’. ¿Cómo fue su relación, su experiencia, su sentir con los libros y la obra del ‘Hijo del Telegrafista’ de Aracataca?
García Márquez ha sido un modelo a seguir, no tanto por los temas como por la entereza con que asumió su oficio. He leído sus libros lupa en mano para aprender la carpintería de la escritura. Tuve el privilegio de estar en el lugar indicado en el momento indicado para escribir un documento que resumiera la rica experiencia de García Márquez en Cartagena. Tuve la suerte inmensa de conocerlo, de hablar con él y de saber que llegó a leer algunos de mis libros y le gustaron. Desde que escribí Un ramo de nomeolvides he pensado que uno debe hacer sus libros tratando de que estén a la altura de los maestros que admira. La última vez que vi a García Márquez fue en 1997, en Barranquilla, durante un taller de narración periodística. Siempre viví pendiente de sus noticias. Siempre me sentí unido a él por un vínculo afectivo. Viví su muerte como una pérdida personal. A veces hablamos en sueños. Cuando escribía Santa María del Diablo, soñé que me hablaba al oído y me regaló una frase. Salté de la cama a escribirla antes de que se me olvidara.