3. El precio de las cosas
Sector de luces rojas (Amsterdam)
Un viaje sin peripecias y contratiempos no es un viaje, sino un desplazamiento. Pensaba tomar anoche el tren de Rotterdam a París, pero un accidente y una huelga en la estación de Bruselas obligaron a cancelar casi todos los trenes de esta semana.
Ahora estoy en el aeropuerto Schipol, de Amsterdam, esperando abordar un vuelo a Lyon, donde tomaré otro avión al aeropuerto Charles de Gaulle. Buena parte de un viaje tan apurado como el que hago transcurre en estaciones. Hay que pasar por zonas de seguridad, hay que cuidar que el equipaje se ajuste a las normas de cada aerolínea (he venido dejando mi equipaje inicial en el camino), hay largas esperas que se pueden llenar poniendo al día la bitácora. Por estos días he recordado que, en 1992, Álvaro Mutis nos contó a los periodistas de El Universal que había escrito casi todas sus novelas en aeropuertos.
El vuelo saldrá en una hora, así que tengo tiempo de sobra. Sin entrar en muchos detalles, había contado lo ocurrido desde que salí de casa hasta mi visita a Lichfield, la tierra de Samuel Johnson, el jueves pasado. Intento ahora hablar de lo ocurrido hasta este martes que se acerca al mediodía, pero que en el lugar de donde vengo es aún noche cerrada.
Algo que he descubierto en estos días es que me sería imposible contar sobre la marcha la multitud de historias que me asalta. Si alguna vez hago un libro sobre este viaje , además de las fotos y estos reportes periódicos, trataré de incluir las historias que merecen mejor suerte que la mera mención superficial.
Si el recurso no me pareciera molesto, les diría que no me dejen olvidar de la conversación que escuché en el segundo piso del bus de Brixton o del curioso milagro que me ocurrió en La Haya. Mejor hago una lista de esas historias y, cuando tenga más tiempo y tranquilidad, me dedicaré a contarlas.
Como el viernes pasado empezaba a sentir que ya las piernas se quejaban, decidí tener una mañana reposada. Terminé de ponerme al día en mi conversación con Juan Carlos, con quien me estaba hospedando (fuimos compañeros y hemos sido amigos desde la universidad, lleva ya casi treinta años viviendo en Londres y es editor de BBC Mundo), y solo en la tarde me animé a inventarme una visita al Museo Británico.
En el Museo recordé que en la catedral de Lichfield no todas las sensaciones fueron agradables. Fue arrobador, por supuesto, ver a un niño de dos o tres años que jugaba frente a esa edificación imponente de más de trece siglos. Las tallas del exterior hablan de una devoción descomunal. Pero en el interior, las estatuas horizontales de remotos obispos en su lecho de muerte producían la sensación de que la fe se había perdido en el camino.
También en el Museo tuve la sensación de que algo estaba mal. Por qué, me preguntaba, tenían que estar allí esos trozos enormes de la acrópolis griega, o esas tallas imponentes de babilonios. egipcios, griegos y romanos. Con qué derecho exhibían los ingleses esas remotas esculturas mayas o cerámicas africanas. Y, todavía peor, con qué derecho vendían en la tienda del museo esos costosos recuerdos que reproducen el arte de todas partes del mundo. Como la respuesta era que con ninguno, decidí que era mejor prestar atención a las personas: a la diversidad de sus rasgos, al ingenio de la vida para proponer alternativas, a su multitud de orígenes, a sus infinitas variedades de belleza.
Sala de lectura del Museo Británico
Quizá el único recinto del museo que me produjo una sensación positiva fue ese templo del saber que era la sala de lectura. Antes de que la Biblioteca Británica fuera autónoma formaba parte del museo. Su tibia sala fue refugio de toda clase de amantes del estudio: Karl Marx, Gandhi, Conan Doyle. Sus hermosos estantes y su cúpula imponente producen arrobo.
Viajé a Amsterdam el sábado temprano y, desde el aeropuerto, tomé un tren a Leiden, donde me esperaba Diego, mi sobrino "El flaquito", otro cerebro fugado. Solo tuvimos que salir de la estación para que me viera rodeado por un típico pueblo de los países bajos, con sus canales y tulipanes, con sus bicicletas y su mercado de los sábados (panes, quesos, pescados), que son como un viaje en el tiempo hasta la Edad Media, si no fuera porque hasta el dinero y las tarjetas de crédito ya son obsoletas y el método de pago más común son las aplicaciones de los teléfonos inteligentes.
Día de mercado en Leiden
El flaquito es una eminencia en alternativas energéticas y le hablé emocionado del mar sembrado de molinos de viento que vi desde la ventana del avión. Me habló de alternativas para el próximo cuarto de siglo, de los retos, de las ideas, de la volátil eficiencia del hidrógeno.
A pesar de lo remoto del lugar, y de lo ininteligible que me resultó el holandés, la compañía del flaquito me hizo sentir en casa. Juntos evocamos con asombro la historia, las hazañas, los atrevimientos y los héroes de este curioso imperio de marineros y comerciantes que rara vez quiso quedarse con los territorios que conquistaba.
Cuando se piensa en Europa, el protagonismo se lo han robado Roma, Francia, Inglaterra y Alemania, pero los logros de los países bajos no son pocos. La batalla entre el calvinismo y el catolicismo ha sido uno de sus hechos definitorios (ahora sus iglesias son museos). También, su esfuerzo por distanciarse de España. Su gran figura histórica es William el Taciturno, quien trató de que las religiones convivieran en paz y lideró la resistencia contra España. Además de ese sentido práctico que les ha permitido robarle tierras al mar, hay en su arte y sus letras nombres monumentales. En Leiden nació Rembrandt. En Delft, vivió Vermeer (que fue católico clandestino). En Rotterdam (ciudad puerto con pocas huellas de su pasado, a causa de los bombardeos alemanes) nació Erasmo. En Amsterdam nació Spinoza.
El domingo visitamos La Haya, la capital administrativa, e hicimos la peregrinación obligada a presentarle nuestros respetos a la chica de la perla, de Vermeer. La chica vive en el tercer piso de la mansión construída por un hombre que hizo su fortuna con el comercio de esclavos en Brasil. En tiempos de corrección política, el hecho vergonzoso se reconoce en las guías del museo. El consuelo, y la prueba de que los caminos del arte son tan inescrutables como los designios de Dios, es que nadie presta atención a los retratos del esclavista, que los maestros reciben una atención moderada, pero la estrella de la casa es esa chica de origen y rasgos y gestos modestos.
En el mismo museo está también "La lección de anatomía" de Rembrandt, y ante ese cuadro y el de la chica de la perla me alegró pensar que estaba en el mismo sitio donde más de un siglo antes estuvo la mujer biblioteca, mi querida Marilla Waite Freeman.
Todo indica que Marilla se enteró de mi alegría, porque poco después de nuestra visita al laberíntico mundo de Maurits Cornelis Escher (su museo está en una antigua casa de la reina) me envió una señal inequívoca de que seguimos en contacto. No me dejen olvidar.
Museo de Escher, La Haya.
El lunes lo dediqué a recorrer Amsterdam y era inevitable la visita al sector de las lámparas rojas. Se habla tanto del asunto, del desenfado y la apertura que refleja, pero todo resulta deprimente. Estuve allí antes del mediodía. De la estación caminé hasta la iglesia (ahora museo) en torno a la que gravita todo el sector. Las primeras vitrinas con mujeres semidesnudas y gestos seductores me salieron al paso de manera inesperada.
Si uno no supiera lo que ocurre, se sentiría el hombre más atractivo y deseado. Sonrisas, miradas picaras y parpadeantes, balanceos de caderas, deditos dominatrices que te ordenan acercarte. Se supone que toda la acción ocurre allí mismo en esas vitrinas desde donde las mujeres intentan atraer la atención de los clientes potenciales, que una cortina cerrada indica que se está llevando a cabo una transacción. Gorilas malencarados se aseguran de que nadie tome fotos o videos y están listos a intervenir si alguna situación se pone difícil. Pero, con todo y su aparente liberalidad, todo el asunto inspira pesadumbre. Uno siente que el alma se le ensucia al comprender que todas esas mujeres de todas las edades (la mayor que vi tenía el gesto atónito de una muñeca de cuerda), que esos rasgos masculinos que el maquillaje no oculta, que esa chica hispana de rostro y cuerpo perfectos que en otras circunstancias me habría hecho suspirar, son en su mayoría inmigrantes arrojados a esas vitrinas por excesos e injusticias como los que toleraron y promovieron la esclavitud.
No creo ser moralista. En la juventud hice cosas de las que me avergüenzo. Alguna vez hallé vestigios de ternura entre prostitutas. He querido creer que, de un tiempo para acá, las entregas a las que me he entregado han sido libres y generosas. Cuando huelo interés o conveniencia salgo corriendo. Por eso me parecieron tan vergonzosos, tan humillantes, ese espectáculo aterrador como de zoológico, esas risas que los turistas sueltan al pasar frente a las vitrinas.
Alguna vez le oí decir al nobel colombiano que todos tenemos un precio (y que el suyo era elevado). Los países bajos me han mostrado una sociedad moderna y eficiente, apoyada en tradiciones sólidas y antiguas, que ha aceptado sin drama el hecho de que todo y todos somos mercancía. Me consuela pensar que el sacrificio del vendedor de fantasías me haya librado de ponerme en oferta.
Quizá la actitud más digna que vi en la zona roja fue la de una mujer fea, voluminosa y de gesto desdeñoso que, en lugar de intentar seducir, leía un enorme libro. Traté de ver el título, pero no me lo permitió. Habría pagado por saber qué libro era, pero cuando uno le está dando la vuelta al mundo tiene que ser frugal con sus monedas.