El infierno de Rodríguez Espinosa
Una reseña de Se arrienda alcoba a caballero solo, de Humberto Rodríguez Espinosa (Caza de Libros, Ibagué, 2021, 222 pp.)
Foto El Colombiano
La premisa es simple y asombrosa. En un “candoroso barrio de la periferia” (11), que de candoroso tiene poco, en la pensión para hombres solos de la señora Estercita, un inquilino ha muerto de muerte natural. En esa “barriada tirada como escombros de un terremoto en mitad de la montaña” (51) lo normal es que la gente muera de manera violenta, o simplemente desaparezca, y resulta “al menos pintoresco que un anciano consiguiera morirse de viejo” (11). El hecho de que el muerto, Amaranto Pirabán, sea prestamista (o mejor, usurero) hace mucho más sorprendente lo ocurrido, pues cada uno de sus deudores aspiraba secreta o abiertamente a que su “culebra” desapareciera.
La investigación queda a cargo de Piñeros, también conocido como “la autoridad”, un hombre acobardado por la explosión de un libro-bomba que le deterioró un brazo y lo dejó lleno de alambres y de autocompasión. Su trabajo es el único amor de Piñeros, quien ha venido investigando una banda de falsificadores que opera en el barrio. La tarea le ha sido asignada por ocuparlo en algo, pues sus superiores piensan que su cabeza es irreparable, en especial si se considera la escasez de psicólogos y psiquiatras para tratar a todas las “autoridades” traumatizadas en un país tan violento como ese barrio.
Se arrienda alcoba a caballero solo es una especie de infierno de Dante situado en un barrio marginal colombiano. El barrio, cuesta poco entenderlo, es una alegoría del país. Al principio las referencias son vagas, pero poco a poco empiezan a aparecer nombres propios que corresponden a ese remedo de país situado en la esquina noroccidental de Sudamérica: “un vecindario podrido de odios” (49), con minas “sembradas en lo más profundo de nosotros mismos” (43).
Uno podría pensar que está en presencia de una novela fallida, si no quedara la sospecha de que el propósito era ese: representar el fracaso desde el fracaso narrativo mismo. La novela es en cierta forma una representación narrativa de ese barrio de escombros. Retazos de historias y de personas, incursiones delirantes en las morgues y en esa tierra de nadie que es la noche. Gente sola y triste y miserable, que vive sin saber por qué y para qué. Pero entre los escombros abundan los tesoros. Hay riqueza en los personajes, hay riqueza en el lenguaje, hay belleza entre las sombras de este libro que también parece un homenaje a Dostoievski y a Kafka, con la vuelta de tuerca adicional de que aquí todos son culpables.
Cada personaje es en sí mismo una historia que a los lectores colombianos nos resulta familiar. El periodista, “un hombre delgado y tímido de cuyos ojos verdes salían siempre miradas tristes” (23), reporta de manera indefinida la violencia del barrio y mira a sus habitantes “como bichos de zoológico” (45). Don Leoncio, el dueño de la tienda, es una especie de central de inteligencia y figura clave en el asunto de las falsificaciones. De manera inexplicable y sospechosa, don Sacha pasó de policía de tránsito a magnate y con su dinero se hizo “a una pomposa vivienda, una botica y dos cigarrerías” (19). La señora María Laureana, rival de don Sacha en la junta del barrio, a través de su negocio de obleas y de masatos ascendió “a sobandera, comadrona y descifradora de cosas tales como los discursos del presidente y las citologías vaginales” (20). La relación de la señora Estercita y su esposo, el señor Cubillos, es un enredijo de infidelidades que involucra al muerto: “Se sabía que el odio que el señor Cubillos le tenía a don Amaranto alcanzaría para ultimar a muchos enemigos” (28). Don Onofre, el carpintero, es el informante de la autoridad. Conchi la deslumbrante es una iniciadora de prostitutas que recorre el país de feria en feria, pero gravita en torno al barrio. Amórtegui, la exagente, aparece como figura redentora de Piñeros (que al final se enloquece, cree que recuperó el brazo, renuncia a su empleo un instante antes de que lo despidan y llega a ocupar el cuarto del muerto en la pensión de doña Estercita). Yuraima, la “artista venida a más”, engendra a “Tico” (Amarantico), fruto del último polvo que don Amaranto se echaría en la vida.
La manera como esa última historia está contada ofrece una reveladora muestra de la riqueza del idioma de esta novela:
Yuraima empezó a entrar a la alcoba todos los mediodías las amapolas, las violetas, las rosas rojas para engalanar su pequeño cuarto: les hacía vestidos de pétalos al acordeón y a la guacharaca, a la tambora y a las maracas colgadas en la pared. Bordaba guirnaldas para enmarcar el espejo donde se apretujaban los dos amantes, que cuando se convirtieron en tres personas echaron a disputar (59).
Yuraima decide irse con su crío a los Estados Unidos como pseudomula (despertaba sospechas en los aeropuertos para que las mulas de verdad pudieran pasar sin dificultad), y el traslado de algunos personajes a otro espacio solo sirve para entender que el infierno tiene vastos territorios. Vaya donde vaya, Yuraima lleva consigo “su atormentada alma de colombiana”, y de ese modo se convierte en símbolo de todos los colombianos. La aventura en el extranjero dura poco, y Yuraima y Tico y Amaranto Pirabán, que viajó a buscarlos, regresan al barrio. Allí Tico terminará convertido en un ladrón particular, que solo roba a las personas que le caen bien.
Aunque no siempre está presente, el punto de mira de la historia es don Blas, el profesor, “sospechoso” de querer irse del barrio. A él le debemos las presencias esporádicas de un “yo” que tal vez tenga algo de confesiones del autor. Lo suyo es una nostalgia eterna por el amor perdido (una especie de Beatriz que no pierde la esperanza de encontrar). Con él, escapado y refugiado en el sector hispano de Queens en Nueva York, se cierra este caleidoscopio en el que Humberto Rodríguez Espinosa ha vuelto a escribir El laberinto, pero con trocito recogidos de las explosiones de un país cuyas entrañas conoce y dibuja con una extraña mezcla de humor, tristeza y rabia fatigada.
Rodríguez Espinosa es un autor que tiene una historia particular. Puede no ser muy conocido en estos tiempos, pero su novela El laberinto (publicada por Seix Barral en la década de 1970) es de lo mejor que se ha escrito en Colombia. El pecado de esa novela es que no hace referencia a personas, lugares o hechos reales, en un país donde a la literatura se le suele exigir que sea realista y referencial. La carrera de Rodríguez Espinosa se vio entorpecida por adversidades (perdió una novela que ganó un premio en Argentina y nunca fue publicada) y por la propia falta de interés suyo en hacer méritos para ser invitado a los círculos donde se fabrica la popularidad. Durante décadas trató de conciliar el conocimiento de la historia y la realidad del país (que obtuvo a través de su profesión de abogado), con su mirada de lucidez aterradora. Como resultado escribió y publicó pesadillas que las lecturas distraídas calificaron de costumbrismo trasnochado. En Se arrienda alcoba a caballero solo da muestras de estar encontrando la manera de conciliar esas dos fuerzas que mueven su obra. Sus digresiones no le piden permiso a nadie. En un momento la novela es picaresca y en otro es tragedia griega. Su filosofía es nítida y esencial: “Los hermanos sirven para aprender a pelear, los amigos para aprender a perdonar. Y los enemigos, para que todo eso funcione” (18). La agonía del padre ante los ojos de su hijo (el único testigo de esa muerte natural), y su dilema entre despedirlo de este mundo con un beso o con escupitajo, es un justo meollo para el complejo asunto del que se ocupa la novela. Una lectura que no espere lo que este libro no puede dar y que pueda aceptar las reglas de su propio juego podrá disfrutar y apreciar estas “centellas esporádicas pero bellas en la lucha de la vida contra las tinieblas” (222).