El encuentro más íntimo
En nuestra clase de esta semana hablamos de la multitud de historias que andan bucando quien las escriba y del don que ciertas personas tienen para reconocerlas y comunicarlas. Leímos y analizamos un viejo texto que nos habla de situaciones extremas y esenciales. El texto fue publicado en el periódico Centrópolis, de Medellín, en mayo de 2009.
Los amantes de Valdaro vivieron y murieron hace seis mil años.
La vida se sirve de nosotros como papeles para escribir sus historias. Va derramando episodios sin un criterio aparente y a nosotros nos toca la tarea de unir los puntos dispersos, descubrir poco a poco la figura del relato. Algunas personas parecen tener un don especial para identificar esas historias. Samira es una de esas personas.
A Samira la conocí hace tres años en un curso de escritura creativa y nos hicimos amigos de inmediato. Su propia historia está llena de cosas dispares: nació en Colombia, de padre árabe y madre bogotana, vino a vivir a la ciudad de Nueva York cuando tenía dos años, se crió en el Bronx, un condado difícil y atiborrado, para terminar luego viviendo con su esposo y su hijo en una apacible casa en las montañas de los Catskills.
Cuando su hijo empezó a asistir a la escuela, Samira decidió estudiar una carrera. Así fue como nos conocimos. Desde el principio me sorprendió su naturalidad para extraer historias de la vida cotidiana. Me habló de su tía que se ha pasado la vida tomando fotos que nadie ha visto, de la abuela con un secreto escondido en un cajón, del hombre al que ella humilló cuando era niña arrojándole un pan.
Esta semana volvimos a vernos y Samira estaba apesadumbrada: un primo suyo y su esposa habían muerto en un accidente en la ciudad, un camión de basura los había triturado. Los ojos de Samira se humedecían hablando de los tres hijos pequeños que muy probablemente tendrán que ser separados porque nadie puede hacerse cargo de todos ellos, relatando el momento en que la madre de su primo –la tía de las fotografías– había decidido arrojar la biblia por la ventana.
Hace unos meses, en una despedida de soltera de una amiga común, muertas de la risa con el espectáculo de strip tease de un hombre muy feo, Samira y la esposa de su primo habían descubierto que tenían risas similares y aquel descubrimiento les había servido para sincerarse. La esposa de su primo le había confesado lo mucho que lo amaba y le había dicho que no podía imaginar la vida si algún día le faltara.
Hace dos semanas, en una fiesta de la familia, Samira fue testigo de una de las miradas más amorosas que ha visto en su vida. Estaba bailando con su primo y, después de la mirada, éste le confesó que moriría si algún día su esposa le faltara.
Los ataúdes permanecieron cerrados durante el velorio porque ambos quedaron muy destrozados, pero las fotos del accidente muestran que al momento de la muerte se buscaron. El primo de Samira seguía con los ojos abiertos hacia el rostro de su esposa y no parecía triste.
La vida también me usa de papel de vez en cuando. Dos noches antes de que Samira me contara esa historia yo había estado viendo Matador, la película de Almodóvar sobre dos amantes que deciden morir juntos. Pero eso no es todo –y tiemblo al pensar en la complejidad de las historias que se escriben en mí–, el mismo día que Samira me contó aquella historia descubrí, entre las páginas de un libro, que el encuentro más íntimo –más íntimo incluso que compartir una vida o una cama– es compartir con alguien el instante en que morimos.