El cronista en la crónica
A propósito de la poesía de Zbignew Herbert y mi remota experiencia como cronista, una reflexión compartida con los estudiantes de comunicación social y periodismo de la Universidad Pontificia Bolivariana, en 2002. El texto está incluido en Recuerde el alma dormida: Reflexiones sobre la creación escrita.
En El Universal de Cartagena (1992)
El cronista en la crónica
“El objeto del periodismo es hacer que los eventos lleguen lo más lejos posible. Todos los periodistas son alarmistas, ésa es su manera de dar interés a lo que escriben”.
Arthur Schopenhauer
“Diré sin restricción lo que sé, sin omisión ninguna, porque la vida es pudorosa como un delito, y no sabemos cuáles son los énfasis para Dios”.
Jorge Luis Borges
Me encuentro en una situación llena de paradojas. Durante dos días seguidos he hablado de mi experiencia como cronista, a pesar de tener la sensación de que me falta buena parte del trayecto. Me pongo en la situación de dar recomendaciones y consejos, a pesar de tener claro que debo estar dispuesto a recibirlos.
Otra de las paradojas es el hecho inevitable de que quienes me escuchan han podido leer poco o casi nada de las cosas que he escrito. En especial debido a que mi trabajo periodístico se ha desarrollado en otra ciudad. Confío en que las cosas que tengo para decirles le resten peso a esas paradojas.
Quiero hablarles de un vicio, de un vicio que además puede ser saludable. Juan Carlos Onetti, uno de los escritores que admiro, decía que escribir era su vicio, que escribir era su dulce condenación.
En mi caso, el vicio de escribir libros comenzó hace quince años, con la escritura y publicación de mi trabajo de grado para obtener el título de Comunicador Social y, desde entonces, no ha dado señales de extinguirse.
Hace quince años me encontraba en unas circunstancias similares a las de ahora. En octubre de 1987 leí un pequeño discurso en esta universidad durante la presentación de mi tesis de grado, Un tal Cortázar, publicada por la Facultad de Comunicación Social, en su colección Mensajes.
Esa ocasión ha sido una de las más significativas de mi vida. La publicación de mi primer libro era la prueba de que el sueño adolescente de ser escritor era posible, realizable, dependía en buena parte de mi esfuerzo, de las ganas que pusiera en el empeño.
Una de las formas del ocio consiste en conjeturar lo que habrían sido nuestras vidas si las cosas ocurren de otro modo. Pero siempre he creído que, de no ser por ese trabajo de grado, de no ser por el secreto aprendizaje que fue su escritura y porque al final del esfuerzo el fruto fue ese libro publicado, quizá no me habría enviciado de por vida a la escritura, a esa pasión insaciable de hacer libros.
Después de aquel discurso me alejé de la universidad que me había dado las bases y primeras herramientas de mi oficio. Poco después, dejé también esta ciudad que llevo donde voy y que entonces me parecía opresiva. La violencia creciente, el odio, la intolerancia, me resultaban deprimentes, me parecían obstáculos para hacer literatura, para escribir, algo que siempre entendí como un ejercicio de libertad.
Sin entender por completo lo que pasaba, emprendí el camino del exilio, ese camino que tantos han recorrido, esa mezcla de maldición y privilegio que ha vivido y vive tanta gente en este país de desterrados.
Ahora me han invitado a compartir mis experiencias y, aunque los rostros han cambiado, siento que he regresado al mismo lugar, al mismo grupo humano donde todo comenzó, y que debo retomar la vieja charla contándoles qué hice en estos años.
Creo que una manera de entender lo diverso y complejo que es el oficio periodístico está en definir las motivaciones e intereses de quienes lo ejercen. En lugar del hablar del periodismo en sentido general, haríamos más si pensamos que los periodistas ejercen su labor por razones muy distintas.
Algunos lo hacen porque tienen interés en la política. Para ellos el periodismo es una plataforma que les permite saltar hacia intereses más concretos. A otros los mueve el espíritu investigativo; la sed de conocimiento, la función pedagógica o fiscalizadora son el alma de su oficio. En una misma sala de redacción pueden coincidir quienes ejercen su oficio por vocación de servicio o por sensibilidad social y quienes lo hacen porque buscan la celebridad. Hay periodistas que entienden su oficio como una oportunidad inmejorable de estar cerca de la historia o del poder –que muchas veces suelen ser lo mismo. Algunos llegan al periodismo movidos por la pasión de escribir y otros –más de lo que se cree– llegan al periodismo porque entre ser contadores públicos o contadores de historias, el azar o las pruebas del ICFES tomaron la decisión.
Creo no engañarlos si declaro que, en mi caso, el ejercicio periodístico ha sido motivado por la pasión de escribir. Entre las razones que me llevaron a estudiar comunicación social estaba el hecho de haber escuchado en alguna parte que el periodismo era un buen camino hacia la literatura, que además de destrezas le daba disciplina al escritor. En el camino me he dado cuenta de que la literatura y el periodismo pueden ser lo mismo. Pero entonces no pensaba tardar mucho haciendo la transición hacia la “literatura pura”.
Mi primera experiencia periodística fue un fracaso. Quince días después de haber empezado a trabajar en un periódico, llegué a la conclusión de que nunca más volvería a ejercer el periodismo. Envalentonado por la publicación de mi trabajo de grado, pensaba que podría llegar a cualquier periódico y convertirme de la noche a la mañana en un cronista. Escribir noticias de diez centímetros me hacía sentir como un remero esclavo en una galera romana.
Pero la vida tiene sus vueltas raras y terminé trabajando en el diario El Universal, de Cartagena, el mismo donde cuarenta años atrás Gabriel García Márquez –uno de mis ídolos de juventud- había comenzado su carrera periodística y literaria.
Para no alargar el cuento, les diré que en El Universal pude ejercer el periodismo con una libertad cercana a la desvergüenza. Durante ocho años publiqué numerosos trabajos periodísticos sin las limitaciones de espacio que imponen otros diarios de mayor circulación. En mi condición de editor del suplemento cultural Dominical, llegué a dedicar las 16 páginas de la revista a la publicación de extensas crónicas. También, durante dos años tuve la oportunidad de dedicarme a la investigación y escritura de un libro sobre los inicios de Gabriel García Márquez. Al lado de esto, en 1993 comencé a publicar una columna de opinión semanal en ese mismo diario, la cual he seguido escribiendo hasta hoy, a pesar de que el exilio me ha llevado a otros lugares.
Ese es el informe de mis quince años de adicción. Ese es, también, el punto de partida, la experiencia de donde surgen las reflexiones que quiero compartir hoy aquí. Contada la historia del cronista, quizá sea apropiado intentar definir lo que la palabra crónica significa para él, hablar de las profundas raíces que tiene en la literatura.
La primera definición que tuve de la crónica se acercaba a lo que también hoy se denomina narración periodística. Mis primeras crónicas las hice a partir de conceptos básicos como la actualidad, el interés general, la veracidad y la amenidad. Era consciente de que el interés y la actualidad podían ser agregados al texto por un escritor habilidoso. La amenidad, sigue pareciéndome una condición indispensable. He asimilado ese viejo precepto que dice: “Si lo que escribes no es capaz de mantenerte despierto, no esperes que mantenga despiertos a tus lectores”. Pero el concepto de verdad ha sido para mí objeto de numerosas reflexiones y dudas.
Cuando empecé a escribir una columna de opinión semanal, la libertad de temas era mucho más amplia que en la narración periodística. Cualquier cosa, lo más sublime o lo más trivial, el amor o el robo de unos pantalones, podían ser desarrollados en esa prueba reina de la brevedad. Gracias a la Antología de la Crónica en Colombia, editada por Mariluz Vallejo, descubrí que esas opiniones semanales también eran crónicas.
Luego leí con detenimiento esas otras crónicas, las que empezaron a crear este continente, las alucinadas crónicas de Indias, con textos maravillosos como Náufragos, de Alvaro Núñez Cabeza de Vaca, y el concepto de verdad empezó a ser para mí mucho más esquivo.
Mientras todo eso pasaba, mientras vivía en Cartagena una vida de periodista en apuros, como casi todos los periodistas, dedicado a dar clases universitarias para redondear el sueldo, ocupaba mis noches en mantener con vida el viejo sueño de hacer literatura. Llegaba extenuado a mi casa y escribía en mis cuadernos todo lo que sentía, todo lo que vivía, todo lo que soñaba o lo que temía.
Pero esa doble vida terminó cuando recibí el encargo de escribir un libro que contara la historia de los inicios periodísticos y literarios de Gabriel García Márquez. Entonces, descubrí que para hacer verdadero ese trabajo, para darle vida e interés, mi narración debía incluir, además de los hechos investigados, esa parte de mí que consignaba en los cuadernos.
Así llegué a una definición de crónica que muchos medios y facultades de comunicación podrían considerar escandalosa: crónica es la historia de la vida del cronista. El cronista que asume su oficio como pasión por la escritura nunca descansa ni tiene vacaciones, tiene los ojos siempre abiertos al mundo y está contando la historia de todo lo que ve, de todo lo que vive, de las personas y los hechos con que se cruza; también, de sus fantasías y sus sueños. Toda expresión escrita cabe dentro de esta definición: los diarios personales, los cuentos, las novelas, las cartas, los poemas, las listas del mercado, los compromisos en la agenda, las frases que copiamos de los libros que leemos, estas palabras que les leo, este instante lleno de significados, todo eso forma parte de esa crónica infinita que estamos escribiendo. Dentro de esa definición general de crónica, la crónica periodística es solo una pequeña parte, disciplinada y negociada –con la sociedad y con el medio–, más selectiva y ceñida a los hechos, por ser la parte que se entiende con las verdades colectivas.
Esta definición de crónica, entendida como el gran libro de la vida, tiene sus problemas y sus riesgos. Supone del cronista una tarea constante de autoconocimiento, una reflexión sobre sus relaciones con el mundo, un cuidado constante para no caer en el egocentrismo o en los delirios de lo subjetivo. La aspiración fundamental de esta manera de concebir la crónica es la de alcanzar una forma de la objetividad que no olvide la presencia de lo humano en los hechos y en la forma como se cuentan los hechos.
Una de las primeras tareas que le esperan al cronista, y al periodista en general, es la de aprender a entender las diferencias entre él o ella como persona y el medio de comunicación donde ejerce el periodismo. Casi siempre los intereses son distintos. Para un joven periodista suele ser muy atractivo ser llamado a las filas de un diario de prestigio. Ver el nombre de uno en las páginas que leen la familia, los amigos, los desconocidos en la calle, suele traerle oleadas refrescantes a la autoestima. Pero esa sensación puede ser engañosa y llevar al periodista a creer que él y el medio son una misma cosa, que el poder y el prestigio y la influencia son atributos compartido por ambos.
Los medios suelen preferir periodistas dóciles y diligentes que cumplan las tareas que le convienen a la empresa periodística. Los periodistas son peones relativamente anónimos y fácilmente sustituibles. En ocasiones se permite que un cronista logre hacerse a un nombre, pero con el tiempo esa figura escapada del anonimato suele volverse incómoda, quizá aspire a más espacio para escribir o a mejor salario. La relación suele terminar por hacerse intolerable. El cronista consciente debe saber que él mismo es el dueño de su escritura, que esa nota que aparece publicada es el resultado de la búsqueda de un estilo personal, de numerosas lecturas, del largo esfuerzo por encontrar una voz, de una larga tarea de preparación por la que no le están pagando. El cronista arranca unas cuantas páginas de su crónica personal –las más civiles y respetuosas de las convenciones– y las vende para poder vivir, porque de algo hay que vivir. Pero debe luchar a cada frase contra los poderes alienadores del medio y de la sociedad.
Si miramos la primera cita que les traigo, la de un viejo enemigo del periodismo, el propósito de los periodistas es llevar los eventos lo más lejos posible, fabricarlos si es necesario, mantener un estado de alarma constante con el fin de interesar a los lectores. Pero ese periodista del que habla Schopenhauer es aquel que ha negado su propia esencia en beneficio del medio donde trabaja. El otro, el cronista del que hablo, debe saber que su primera batalla se libra en el medio donde trabaja.
Cuando veo la insistencia de los medios en hacernos creer que la única realidad es la violencia, pienso que faltan cronistas capaces de salirse de ese círculo vicioso que está reduciendo nuestra sociedad a la apatía, al derrotismo, a la idea de que no puede hacerse nada para escapar de la trampa en que nos hemos metido. Solo cronistas conscientes de su valor como seres humanos, capaces de resistir las fuerzas de la anulación, pueden hacer una defensa cabal de la vida.
También es necesario estar alerta a los engañosos discursos del triunfo y la pujanza. En el caso de los antioqueños, el cronista debe ser consciente de que es el instrumento del famoso mito de “la pujanza paisa”. Debe saber que detrás de las glorias de la raza pueden incubarse una agresividad desbordada o una autocomplacencia que nos hace olvidar que el mundo en que vivimos puede ser distinto, más justo, menos insensible.
El patrimonio del cronista es su lenguaje y debe cultivarlo con la ambición de un escritor. Debe leer muchísimo, debe escribir muchísimo, debe refinar su instrumento como si se preparara para escribir una obra literaria de la mejor calidad. Estoy convencido de que la buena crónica nunca pierde vigencia. Les habla a los lectores de hoy pero también a los que la lean dentro de cien años. Eso solo se logra si nutrimos lo que hacemos con las fuentes de la literatura, ese arte que en sus mejores expresiones es capaz de pasar por encima del tiempo, de la muerte y el olvido.
La sensibilidad es otro instrumento que el cronista debe cultivar, educar. Es preciso ver más allá de lo evidente, rebasar las verdades aprendidas, descifrar la escritura del mundo, navegar el misterio y volver con símbolos que puedan sugerir lo inexplicable, porque la vida –a pesar de que la razón sostenga lo contrario- está llena de cosas inexplicables. La cita de Borges que les he traído me parece apropiada para hacer notar que el cronista no siempre puede ser consciente de lo que es verdaderamente importante dentro de la realidad que describe. Sensibilizarse con los detalles, con los elementos minúsculos de la realidad y ponerlos en la crónica, es una forma de captar los “énfasis de Dios” (como diría Borges), esos matices y esas circunstancias que pueden pasar inadvertidas en el momento pero que también pueden llenarse de significado con el tiempo.
Una de las más simples y contundentes lecciones de periodismo que he recibido la encontré en un ensayo de William Ospina en el que se refería a una crónica de guerra donde la sensación de realidad, de estar leyendo algo vivo, la dio el cronista al referirse al canto de los grillos que escuchaban los soldados en las noches. El cronista debe saber que puede haber más verdad en los cantos de los grillos que en los comunicados oficiales.
El concepto de verdad es uno de los problemas más delicados que enfrenta el cronista. El ejercicio periodístico demuestra lo inalcanzable que resulta. La simple selección de los hechos o testimonios que han de quedar dentro o fuera de la crónica supone una manipulación de la realidad. Una serie de hechos reales, confirmados con diversas fuentes, no es una garantía completa de verdad. Una suma de verdades puede dar como resultado una mentira sutil y peligrosa. En otros casos, la inclusión de elementos ficticios puede ser un camino más directo hacia la verdad. Pero el cronista debe ser muy consciente del riesgo que corre de falsear lo que escribe si abusa del recurso. La historia del periodismo está llena de crónicas donde el autor ha introducido elementos de ficción que han permitido perfilar verdades profundas. Hay casos famosos, como la crónica de Gabriel García Márquez, ‘Caracas sin agua’, donde el personaje central fue imaginado por el autor de la crónica. Muchos de nuestros grandes cronistas han confesado que la inclusión de detalles ficticios ha hecho más vívidos o eficaces sus relatos. Pero nunca son suficientes las advertencias de que esas licencias deben ser empleadas con responsabilidad, solo después de un balance que demuestre la necesidad de emplear ese recurso.
Durante las palabras de recepción del Premio Nobel de Literatura, el escritor norteamericano William Faulkner dio una serie de recomendaciones a los jóvenes que aspiraban a emprender el camino de la literatura. Allí dio una definición de verdad que considero válida, no solo para la ficción, sino también para la crónica periodística. Dijo Faulkner que el joven escritor debe enseñarse a sí mismo que la más básica de todas las verdades es tener miedo, y que al enseñarse eso, debe olvidarlo para siempre, sin dejar espacio para nada más que las viejas verdades y realidades del corazón, las verdades universales sin las cuales toda historia es efímera y desafortunada: amor, honor, piedad, orgullo, compasión, sacrificio.
Considero que ese tipo de verdades es más fácil encontrarlas en la poesía, en la literatura en general (porque toda buena literatura es poesía), que en el periodismo que leemos a diario. Por eso, una de las recomendaciones primordiales que daría al joven o la joven que quiera ser cronista, es la de nutrirse todo el tiempo de la poesía. No creo suficiente leer los trabajos de los grandes cronistas y procurar imitarlos. Me parece un error limitarse a la lectura de las antologías periodísticas o de los trabajos ganadores de premios. Las fuentes más sustanciales se encuentran en la buena poesía. El cronista que aspira a escribir un periodismo vital, renovador, debe buscar su alimento en la literatura, allí donde el lenguaje ha obtenido sus mejores logros; debe saber que la ayuda para interpretar su realidad quizá no se encuentra tanto en los manuales de periodismo como en las páginas de Cervantes o de Heráclito, para citar un par de autores que tienen plena vigencia en la actualidad.
Quizá convenga advertir que no todo lo que llamamos poesía participa de la condición visionaria y humana de la gran poesía. En muchos casos, la sociedad y los medios manipulan símbolos seudo-poéticos, abusan de palomas y recitales, para sostener el orden vigente. La verdadera poesía es algo más secreto, les habla a niveles más íntimos del ser humano.
La poesía ofrece también una lección inmejorable para el estilo del cronista. Como lo señala Joseph Brodski: “Mientras uno más lee poesía, menos tolerante se hace a toda clase de verbosidad, ya sea en el discurso político o filosófico, en historia o estudios sociales o en el arte de la ficción. El buen estilo en prosa asimila siempre la velocidad y lacónica intensidad de la dicción poética”.
Quiero terminar estas reflexiones, donde la concepción de la crónica como poesía me parece una de las ideas primordiales, mirando algunos versos del poeta polaco Zbigniew Herbert, que me parecen más verdaderos y reveladores que mucho de lo que aparece en los periódicos de hoy. En ‘Informe de la ciudad sitiada’ un viejo cronista nos habla de una ciudad asediada por la guerra, dice que escribe, sin saber para quién, la historia de una invasión. He querido que tengan el poema, porque una lectura nunca es suficiente y confío en que le prestarán atención en algún momento; confío en que lo leerán con la disposición que exige la poesía. Alguien con un poco de atención, podrá notar que los primeros versos reflejan los sucesos que aparecen en las primeras páginas de los periódicos de cualquier lugar del mundo. Asesinatos, armisticios, torturas, pestes, escasez, son las noticias que registra este cronista. Pero, como él mismo lo reconoce: “todo eso es aburrido” y “no logrará conmover a nadie”.
Lo que el cronista del poema encuentra más notorio en su ciudad es el surgimiento de seres sin imaginación, sin alma, que “juegan a matar y cuando duermen sueñan con sopa pan y huesos igual que los perros y los gatos”.
Una de las tareas más elevadas del cronista es la de impedir que los tiempos que le tocan vivir animalicen a la gente, la reduzcan a rutinas de supervivencia, de comida y muerte, donde los sueños no tienen espacio. Y esa tarea solo puede tener éxito si el cronista se esfuerza por darle dignidad y valor a su propia vida.
Un cronista que encuentra su punto de apoyo en la poesía, no trabaja para un medio, no trabaja para un grupo social, no es instrumento de intereses particulares. Ese cronista verdadero trabaja para la dignidad del hombre. Si su sociedad está alienada, sitiada, con los brazos caídos, ese escribano infatigable debe ser el guardián del sueño que la sociedad tiene de sí misma.
Quiero leer los últimos versos del poema de Herbert:
Crecen los cementerios disminuye el número de los defensores pero la defensa sigue y seguirá hasta el final y si la Ciudad cae y solo uno se salva él llevará en sí la Ciudad por los caminos del destierro él será la Ciudad miramos la cara del hambre la cara del fuego la cara de la muerte la peor de todas –la cara de la traición y solo nuestros sueños no han sido humillados”.
No pretendo decir la última palabra en materia de periodismo. Quiero solo compartir mis conclusiones, la claridad que me ha ofrecido la experiencia que he tenido. Entre las muchas diferencias que hay entre el que soy ahora y el que fui hace quince años, cuando escribí mi primer libro, se encuentra el hecho de que ahora creo ver más claramente por qué escribo.
La misma escritura se ha encargado de mostrarme quién soy, quién he venido siendo, también quién quiero ser. Escribir es un oficio difícil y largo. Hay demasiados riesgos de cometer errores. Cada frase que se escribe representa un problema ético. Si no creyera que escribir sirve para algo, no tendría sentido lo que hago. Mi labor de escribano me ha enseñado que escribo la crónica de mi vida, la crónica de las vidas de los seres con quienes me cruzo en el camino, para afirmar que la vida, las verdades humanas de las que hablaba Faulkner, valen más que la muerte. Escribo, en últimas, para que los sueños no sean humillados.