De un poeta laureado
El 12 mayo de 1937, con motivo de la coronación de George VI, John Masefield —el poeta laureado de Inglaterra— leyó un discurso donde el único nombre propio mencionado era el de Marilla Waite Freeman. La historia de la amistad de Marilla y Masefield nos permite apreciar las dimensiones de la mujer biblioteca.
Marilla Waite Freeman en el Goodwyn Institute de Memphis
Un inmortal en carne y hueso
A comienzos de 1916, Masefield viajó a los Estados Unidos con dos motivos: tratar de explicar en ese país asuntos de la Gran Guerra, que la mayoría de la gente no entendía, y promover su obra literaria. Llegó a Memphis a finales de enero, donde el encomio sobre Masefield y su obra, publicado en los periódicos locales y los volantes promocionales del Instituto Goodwyn, había creado una inusual expectativa. En Memphis tuvo dos presentaciones y una experiencia memorable. La primera presentación fue en la hermosa sede del Nineteenth Century Club. Casi un cuarto de siglo después, Marilla evocaría aquella ocasión:
A su llegada a Nueva York, el señor Masefield vino casi de manera directa a Memphis, para cumplir uno de sus primeros compromisos en el Instituto Goodwyn. El Instituto le había concedido al mayor club de mujeres de la ciudad el honor de ser esa tarde las anfitrionas del señor Masefield, en la hermosa sede del club, donde además haría una lectura de sus poemas. Como estaba previsto que yo lo presentara, la señora Fairfax Proudfit, la encantadora sureña a cargo del comité de recepción, me invitó a acompañarla a recibir al señor Masefield en la estación de trenes. Después de saludar a un alto inglés, que no podía ser otro que el poeta al que esperábamos, y como supimos que ya había desayunado, decidimos llevarlo a ver nuestro imponente río Mississippi, que entonces exhibía un caudal impresionante y se deslizaba, terroso, lento, irresistible, más allá de los acantilados de Memphis. El señor Masefield habló de la semejanza, en su color leonado, con el río Oogli, en la India, escenario de su poderoso poema “El río”, y reconoció que siempre lo habían conmovido los grandes cuerpos de agua.
Esa tarde nos dirigimos con él a la sede del club y, después de permitirme un entusiasmo mayor del acostumbrado en una presentación, terminé por declarar que era muy poco frecuente tener el privilegio de ver en carne y hueso a uno de los inmortales, y que me daba una alegría muy grande ser la encargada de presentar al señor John Masefield.
Marilla conservó toda su vida las palabras de presentación que leyó aquella tarde en el Nineteenth Century Club. Masefield, es posible asegurarlo, no esperaba que durante una presentación de compromiso frente a un club de mujeres –un tipo de organización que miraba con desdén– pudiera aparecer alguien capaz de entender y presentar su obra como lo haría Marilla:
Antes de presentar a nuestro distinguido invitado de la tarde, me permito decir, en nombre del Goodwyn Institute, que tienen la más cordial invitación a escuchar, esta noche en el auditorio del Instituto, al señor Masefield, quien hablará sobre poesía inglesa, con lectura de sus propios poemas. Aprecio profundamente el privilegio que esta tarde me ha dado la señora Williamson, directora de nuestro comité, de presentarles al señor Masefield.
No olvidaré pronto la mañana de Navidad en que, al zambullirme en mis regalos, encontré y agarré con avidez una copia de La historia de una casa redonda y otros poemas, de John Masefield. Lo abrí en la primera línea de “Dauber”, esa tremenda épica del mar y del espíritu humano, y no lo cerré hasta no haber devorado cada línea hasta su último poema:
Y que, en lugar de encontrar, cuando acabe esta página,
La Muerte, sea una taberna lo que hallemos en nuestro peregrinaje.
Como hizo Keats al ver por primera vez su Homero de Chapman, “y me sentí como uno que otea los cielos, cuando su estrella se zambulle y nada en el estanque de su entendimiento”.
Recuerdo que me dije en voz alta: “Qué maravilla, descubrir a un nuevo y grandioso poeta en Navidad”.
Desde ese día hasta hoy, creo que nada de lo que el señor Masefield ha escrito se me ha escapado; y, en mi mente, se ha fortalecido la convicción de que –desde los días de Shakespeare mismo– no ha habido una voz más viril en la literatura inglesa (Marilla tachó: como la de JM).
Estoy de acuerdo con Marilla en que mencionar el nombre de Masefield en esa frase era un golpe de gracia innecesario. Si no estaba distraído, a estas alturas de la presentación, Masefield ya habría notado que la hermosa mujerota de ojos grises que lo estaba presentando no era una de esas “matronas insoportables” con las que asociaba los clubes de mujeres. Ya en el paseo por el río se había dado cuenta de que era especial (¿Cuántos años tendrá?, se preguntó), pero nada lo había preparado para ese elogio.
El nombre de Shakespeare trae a la memoria otro recuerdo. Hace dos o tres años, The New York Times concibió la interesante idea de hacer un symposium en el que los más destacados poetas de Inglaterra y América nombraron –de entre la literatura de todo el mundo– el poema que más amaban. Busqué con avidez…
Ya es la segunda vez que usas la palabra avidez. ¡Estás con las garras afuera, querida mía!
…busqué con avidez el poema elegido por el señor Masefield…
El señor Masefield es un niño quejumbroso; lo que busca es una madre (Algo me dice que estoy haciendo una escena de celos).
…busqué con avidez el poema elegido por el señor Masefield…
Si sigo interrumpiendo, me pongo a hacer planas.
…busqué con avidez el poema elegido por el señor Masefield, y encontré que había citado el soneto 146 de Shakespeare, que termina con las líneas inmortales.
Y así, te nutrirás de la Muerte, que se nutre de los hombres
Y una vez muerta la Muerte, no habrá más morir entonces.
Dile a tu señor Masefield que te las traduzca.
Y al de Shakespeare agregó el de Chaucer “Balada del buen consejo”: “Y la verdad te hará nacer, y no el temor”.
Releyendo esas líneas grandiosas, pude vislumbrar fuentes de las que el señor Masefield ha extraído la inspiración para su poderosa obra maestra “La misericordia eterna”, y para otros poemas de profunda belleza como “Verdad” (“La verdad se mantendrá a través de la muerte”), “Biografía”, “Un credo” y muchos otros.
Sobra decirles a ustedes que el señor Masefield no solo es preeminente en narrativa y poesía lírica, o que sus dramas en prosa o poesía tienen un poder excepcional. Como sabrán, su Tragedia del gran Pompeyo nos ofrece en la persona de Pompeyo una figura tan humana tan vívida, tan convincente como la que Shakespeare nos ofrece con su Bruto o su Antonio. Su rey Felipe está lleno de imaginación poética; así como su conmovedora obra teatral, La tragedia del hombre, que ya se ha convertido en la medida de calidad en Londres, y cada año se produce aquí. También sabrán que su nueva tragedia, Los fieles, que se basa en una vieja y famosa leyenda japonesa, es una obra que produce una impresión inquietante sobre un territorio que casi nadie ha tocado.
Mejor no digo nada.
El señor Masefield también ha escrito en prosa destacada: novelas, ensayos, estudios sobre Shakespeare, sobre Chaucer y sobre Synge. (Y en cada forma que ha tocado ha dejado una obra maestra…
Y dele con el “touching”. A propósito de Synge... Apuesto a que no llevaste al paseo matutino el libro que te regaló Dell. De esa manera le tendiste un anzuelo y el pez estaba hace rato chapaleando sin saber que había mordido.
…Y en cada forma que ha tocado ha dejado una obra maestra). Pero son sus poemas lo que amamos de mejor manera. Ha prometido leernos algunos esta tarde. No tenemos con frecuencia el privilegio de encontrarnos con los inmortales en carne y hueso, y me hace muy feliz presentarles a ustedes al señor John Masefield.
Casi puedo saber lo que piensas, John Masefield. Las malas lenguas han dicho que soy tú, reencarnado. Te preguntas si podrás conquistar con tu labia a esa mujer que te refleja como ningún otro ser humano te ha reflejado. Calculas el movimiento y confías en que estará cerca cuando termine la presentación. Le pedirás que te muestre su biblioteca. La ha descrito como si fuera la cueva de Alí Babá y como si tú solo tuvieras que decir: “Ábrete sésamo”. Ignoras que caíste antes de que contemplaras el deleite de aspirar a caer. Ella lo sabe desde hace meses. Ha leído su Chesterton y ha escuchado los ecos de tu creciente prestigio. Tiene noticia de tus posibilidades de ser poeta laureado: las irónicas y las reales. Sabe que las irónicas surgen de la impotencia de ver que con los méritos de tu poesía no es posible hacer nada para apagarlos. De manera que, cuando te sientas muy conquistador al pedirle que te muestre sus dominios, recuerda que hace mucho Miss Freeman te tenía atrapado.
El señor Masefield vino al frente con su circunspección inglesa y dijo que había tenido una hermosa mañana en Memphis, y que antes de leer algunos de sus poemas publicados, le gustaría leer cuatro líneas que acababa de escribir. Fairfax y yo nos dispusimos a escuchar con gran expectativa algún tributo “a nuestro grandioso río”, pero las líneas que leyó, con la mayor solemnidad, son las que siguen:
Para este marinero desgastado
Es en exceso una delicia
Conocer a la señora Proudfit
Y a la encantadora señorita Freeman.
La risa que estalló rompió el hielo de manera muy efectiva para el resto de la velada. El señor Masefield procedió entonces a leer, en esa grave y maravillosa manera suya, algunos de sus mejores poemas. Junto a aquellos poemas que ahora son familiares, como “Fiebre marina”, “Barcos de carga”, “El viento del Oeste”. Recuerdo de manera especial la ternura caprichosa de una pequeña historia en verso para un niño asustado, extraída del corazón de esa viril, brutal y hermosa obra maestra de la poesía narrativa “La misericordia eterna”. Y recuerdo su lectura de un fragmento de su poema dramático, “Tragedia del gran Pompeyo”, el canto del marinero justo después de que Pompeyo ha sido asesinado a traición, cuando estaba a punto de abordar la embarcación de César.
Y este era el coro de ese canto:
(Canto) Postrémonos ante las bellas mujeres que nos han traído
Este extraño fruto valeroso
El hombre con su alma noble: el hombre mitad dios mitad bestia.
Mujeres que le dan la vida con dolor para que él luego derrame sus lágrimas.
Es un rey en la tierra; gobierna por años.
Y el premio al conquistador es polvo y vano esfuerzo.
Mientras el golpeado se hace historia para siempre.
Pues los dioses cumplen de extrañas maneras con su voluntad.
Estamos en manos de los sabios dioses y es poco lo que vemos.
Y este tema de la victoria de los derrotados, la gloria del conquistado, “el golpeado (que) se hace historia para siempre”, recorre toda la obra de Masefield.
Cuando la velada de la tarde en el club concluyó, el señor Masefield me preguntó si podría abrir mi biblioteca para él a la mañana siguiente, que era un domingo; pues quería verla antes de marcharse. Así lo hice y, durante dos o tres horas, hasta que se marchó en su tren, recorrimos la biblioteca, tomamos libros de los estantes, hablamos sobre ellos y sobre todas las cosas del universo, mientras yo deseaba tener una libreta y un lápiz invisible, y pensaba: “Oh, si pudiera escribir todo esto, para no olvidar nada”. Pero ni el señor Masefield ni yo hemos olvidado el espíritu de aquel gran “coloquio”, como él lo llamó.
Y aunque solo he vuelto a verlo una vez más, en Cleveland, hace unos años; y aunque ocasionalmente me ha hecho llegar algún libro, tarjeta o algunas líneas; en su discurso radial como Poeta Laureado, dirigido a América desde Londres, en la noche de la coronación del Rey actual, Masefield recordó aquella biblioteca en Memphis, hace tanto tiempo, y en cierto modo la presentó como símbolo de las bibliotecas americanas y de todo lo que América ha significado para Inglaterra.
Aquella noche, después de sus presentaciones en el club de mujeres y en el auditorio del Goodwyn Institute, Masefield tardó en conciliar el sueño. Se sentía eufórico. Quería atribuirle esa emoción al influjo del río, al hecho de que esas tierras le recordaban de manera muy viva a su querido Mark Twain; pero sabía muy bien cuál era el origen de aquella sensación. Nadie había hecho unos elogios tan precisos y exaltados sobre su talento artístico como los que hizo la diosa de las bibliotecas. Lo importunaba sentirse tan contento. Llevaba más de dos semanas en los Estados Unidos, había desembarcado en Nueva York el 12 de enero, y hasta ahora todo había sido tan falto de gracia como lo esperaba. En Nueva York lo sorprendieron algunos edificios que no estaban cuando se marchó en 1897; pero pronto se repuso, volvió a odiar la ciudad y pensó que seguía siendo “aterradora y sin corazón”. Le gente le pareció tan vulgar como la recordaba. Si había venido a este país que tanto despreciaba era por un deber patriótico. Inglaterra necesitaba el apoyo de los Estados Unidos en la guerra contra Alemania, y su intervención podía contribuir para obtenerlo. Ya había estado en Boston (“Manchester es un paraíso comparado con Boston”), Philadelphia, Pittsburgh, Cincinnati y numerosas ciudades universitarias. Cuando llegó a Chicago le había escrito a Constance: “Nunca había estado en una ciudad a la que mejor le quedaría un cartel que dijera: ‘Esto es lo que usted termina siendo si le vende el alma al Diablo’” Pero Memphis lo había desarmado. Pensó que tendría que escribirle a su esposa y se preguntó por un momento si debía mantener el tono quejumbroso y hostil contra América de sus cartas anteriores. Estaba feliz y pensó que a Constance la alegraría saber que su viaje por fin le deparaba instantes gratos. Alistó la pluma elegante, volvió a lamentarse por no tener a mano la rústica eficiencia de un lápiz y se dispuso a escribir:
Ignoro por qué la gente va a Italia, si existe sobre la tierra un lugar como Memphis. Salí de Chicago exhausto, Indianápolis me hizo sentir peor y en St. Louis casi me doy por vencido; pero, apenas llegué al río y el algodón y las inundaciones y vi los negros que iban y venían y las mulas por todas partes, todo aquello me sentó mejor que una semana entera de descanso.
No puedo describirlo, ya que todo eso es sabor, pero es un pueblo maravilloso y lleno de vida, lleno de negros que van de un lado a otro en mulas, y los blancos van y vienen en autos, y hay perros y sucias casuchas de negros, y las casas mismas parece que masticaran tabaco, todas delgadas y de gesto áspero en la boca, y me imagino que en cualquier lugar pueden matarte por cinco centavos, y hay niños y niñas negros que se mueven en patines, y dondequiera que dos negras pasan cerca tuyo, puedes ver que una lleva un turbante negro y una falda púrpura y un paquete naranja, y la otra lleva un paquete escarlata, una falda verde y un turbante negro, y los hombres llevan púrpura y azul brillante, y escupen de manera maravillosa (La expresión fue “á merveille”, en francés) por entre los dientes y, justo cuando piensas que todo aquello es de lo mejor que has visto, el río se asoma ante tus ojos, desbordado en la más grande inundación que ha habido. Tiene una milla y media de ancho y su lecho cambia cada noche y lame la tierra seca y arrasa con islas, y unos árboles enormes pasan revolcándose en las aguas.
Para ser tan detallado, se le olvidaba un detalle: las dos mujeres que le abrieron las puertas a ese paisaje, en particular aquella cuyo elogio de esa tarde lo tenía mareado. En sus cartas, Masefield no solía omitir sus encuentros con mujeres que lo impresionaban positivamente. A Constance el asunto le parecía –o fingía que le parecía– emocionante y lo estimulaba. Sabía que su marido se la pasaba derritiéndose por mujeres en las que convivían la belleza y la inteligencia; pero también sabía que no podía vivir sin ella. En el caso de Marilla, la omisión es elocuente. Si algo sé de la psicología de Masefield, por lo que sé de la mía, es que hablar de Marilla en la carta a su esposa lo habría delatado. En el caso de esta inesperada bibliotecaria de Memphis, el tono distante con que hablaba de las mujeres que conocía habría sonado falso, y Constance lo habría notado de inmediato.
Al día siguiente, su encuentro con Marilla en la soledad y el silencio sagrado de la biblioteca sería el golpe de gracia. Masefield se marchó de Memphis sintiendo que flotaba. Se olvidó del recorrido apurado desde la biblioteca a la estación, a donde Marilla lo condujo con la palabra como si llevara un globo de helio. Antes de subir al tren de Nashville, se abrazaron y rozaron sus mejillas. Masefield aprovechó para robarse el olor de Marilla, para dejar en su cuello un beso de apariencia accidental. Volvió en sí cuando el tren se perdía en las praderas de Tennessee. Allí volvió a escribirle a su esposa:
Ventanas abiertas. Oh, dicha tan grande, que pasa como una ráfaga por el cuello, la sensación como de estar en casa y a la vez en un mundo inconmensurablemente salvaje, salvaje y desolado y hermoso, cruzado con serena altivez por águilas enormes, y a menudo inundado y a menudo como el origen del mundo, encantador y adorable, adorable, adorable…
En medio del éxtasis del paisaje, Masefield comprendió que tenía que volver a ver a Marilla cuanto antes. Buscó frenético la libretita de bolsillo donde tenía anotados sus compromisos, calculó distancias y tiempos, y decidió escribirle de inmediato. Antes de hablar de esa nota quisiera desviarme por un momento. No sé si he hablado lo suficiente sobre las serendipities (me niego a usar la versión en español de esa palabra) que han acompañado mi vida con Marilla. Son tantas que he perdido la cuenta y es posible que muchas no las haya registrado. Pues bien, una de tantas fue el hallazgo de un manual de grafología –cuando conocí la historia del encuentro de Marilla con Masefield– en cuyas páginas se analiza la escritura del poeta (más adelante –cuando lleguemos a Cleveland– encontraremos que la letra de Marilla también fue analizada). Cuando encontré ese libro, reconocí la calidad del hallazgo, sin prestar atención a lo que decía, y no volví a abrirlo hasta esta noche remota que mejor no digo a qué fecha corresponde para no enredarlos.
Ahora que regreso descubro que no es mucho. El autor del libro, M. N. Bunker, fundador de los estudios grafológicos modernos, está analizando la letra de Rose Pastor-Stokes, “pionera del control natal”, y encuentra en la forma de sus letras “t” los reflejos de una personalidad impetuosa que cuando quiere algo lo quiere de inmediato. Compara esas letras con las de John Masefield, “el gran poeta”, en quien los palitos horizontales de la “t” se encuentran a la derecha del palito vertical y tienen forma de flechas todavía más afiladas que las de Rose Pastor-Stokes: “John Masefield reveló en su escritura que era un hombre que demandaba atención”. Aprovecho para recordarles que los palitos de las “t” de Marilla salen volando. Pero, bueno, es de Masefield que estamos hablando. Para ser más precisos, de la carta que le escribió aquella tarde a Marilla en el tren de Nashville.
Masefield le decía que estaba escribiendo con dificultad, en medio de los movimientos del último vagón del tren. Le agradeció su amabilidad y le dijo que, por ella, su estadía en Memphis había sido muy feliz. Agregó un paréntesis para agradecerle su comentario sobre la mujer ahogada en su novela, Soledad y multitud. “Me encantó nuestro largo coloquio de esta mañana y, después, toda su ayuda en la estación. Usted, definitivamente, ha nacido para organizar y distribuir los bienes del intelecto, para disponer que los libros lleguen a las manos que los necesitan o para manejar periplos de conferencias”. Dijo que esperaba regresar a Memphis el 16 de febrero, “si los trenes lo permiten”, y agregó: “¿Será posible, cuando vaya, encontrar algún momento para verla? Tengo la esperanza de que así sea. Me gustó mucho su biblioteca: Noté en ella mucho más de lo que usted se imagina, y tengo la esperanza de ver algún día en Inglaterra una biblioteca como la suya. Todos los saludos y buenos deseos y agradecimientos para usted”. Masefield agregó su dirección de Chicago, con la esperanza de que Marilla lo alentara a regresar a Memphis. Pero el entusiasmo no alcanzó y los compromisos de Masefield se interpusieron.
Masefield permaneció en los Estados Unidos hasta finales de febrero y visitó más de veinte ciudades. En la fría y sucia Chicago se sintió “como en un calabozo”. Allí habló frente a otro club de mujeres y el tono de despreció volvió a aparecer: “Oh, Dios”, le escribiría a Constance, “no te imaginas lo latosas que pueden ser esas mujeres después de la lectura”. De cuatro reporteras de Milwakee dijo que eran “sucias y de mirada perversa, como prostitutas retiradas”. En Utica –cerca de Siberia– estuvo a punto de morir congelado, porque su auto quedó atrapado en una tormenta de nieve. Para colmo, sintió que tanto la Universidad de Harvard como la de Princeton lo habían ignorado (“por quién sabe qué intrigas de intelectuales”). Solo dos cosas hicieron tolerable para Masefield el resto de su viaje: las cataratas del Niágara y el inicio de su amistad con Florence Corliss Lamont, la esposa de un banquero de New York, con quien sostendría un intenso diálogo epistolar durante cuarenta años: “La semana pasada te conté de una dama que me preguntó cómo encontrar a Cristo. Ahora conozco su casa y muchos de sus allegados, y he podido ver un nuevo y raro lado de los Estados Unidos, el de la abrumadora capacidad para los negocios y la riqueza. Su esposo es un tipo muy, muy simpático, creo que es uno de los aliados de J. P. Morgan, y tiene una fortuna más allá de todo cálculo”.
Masefield no perdió la esperanza de volver a ver a Marilla. En noviembre de 1916 regresó a los Estados Unidos y le escribió desde Nueva York. La Gran Guerra estaba en pleno furor. La carta tenía un sello que indicaba que había sido abierta por el censor; fue remitida al Goodwyn Institute y redirigida a la dirección personal de Marilla en Memphis, el 1257 de la avenida Poplar. Marilla guardaría todas las cartas de Masefield, pero –al principio– no consideró necesario guardar los borradores de sus cartas.
Mi querida Marilla
He tenido que venir casi de inmediato a América, como parte de mi servicio militar. Tengo la esperanza de ser enviado al Sur y, aunque tal vez no sea a Memphis, de todas maneras, estaré a 200 o 300 millas de usted y podré sacar un día libre para ir y volver. Le pido que me conceda, si es tan amable, que nos encontremos para hablar, porque hay muchas cosas que quisiera preguntarle.
Con todos los saludos y buenos deseos de Navidad.
Sinceramente suyo,
John Masefield
Mi dirección será: Lyceum Bureau 6045, Metropolitan Life Building, New York.
El encuentro anhelado volvió a aplazarse. El 31 de diciembre, Masefield le escribió a Marilla desde su casa en Hampstead, para expresarle sus mejores deseos para el 1917, y agregó una disculpa: “Mira, querida Marilla, no pude escribirte cuando estaba en el remolino de mi viaje, de un lado a otro todo el día, y a veces también toda la noche, con Chicago como centro de operaciones. ¿Cómo puede uno escribir a Memphis desde Chicago, si Memphis es la ciudad más hermosa de América? No me culpes por eso”.
Masefield puso su pluma al servicio de Inglaterra. Viajó a Francia con la intención de escribir la historia de la campaña de Gallipolli –también conocida como la batalla de los Dardanelles–, en Turquía, que para muchos fue “el segundo gran evento de la Guerra”. Se esperaban grandes cosas del “nuevo Homero”, pero la dificultad para obtener información lo obligó a publicar un texto muy breve. En aquel tiempo, Masefield también escribió un largo relato sobre los americanos voluntarios en los servicios de salud, “La cosecha de la noche”. El texto sería publicado en la revista Harper’s, en mayo de 1917, y tendría gran influencia en la opinión pública de los Estados Unidos, donde cada vez parecía más inevitable la participación en la Guerra.
Masefield regresó a América en enero de 1918, cuando Inglaterra y los Estados Unidos eran aliados, y emprendió una gira que al parecer solo le deparó disgustos. Le molestaba el carácter comercial que se les daba a sus lecturas, cuando su interés era visitar los campamentos militares y leerles su poesía a los soldados. Marilla tuvo noticia del regreso de Masefield y le envió una nota de bienvenida. En su respuesta, Masefield volvió a hablar de su deseo de verla:
Enero 24 de 1918
28 Mount Vernon St., Boston
Querida Marilla
Muchísimas gracias por su amable nota de bienvenida. Haré todo lo posible para ir a verla cuando vaya al Sur, tal vez sea posible.
Con todos los saludos para usted.
Sinceramente suyo,
John Masefield.
En junio de 1918, casi dos años y medio después del encuentro en la biblioteca de Marilla, John Masefield seguía alentando la esperanza de volver a verla. El 4 de junio, le escribió desde las oficinas de la editorial Macmillan, en el número 64 de la Quinta avenida, de Nueva York:
Querida Marilla
No estoy seguro de si estaré o no en Memphis o cerca, pero si llego a estarlo, se lo haré saber con tiempo suficiente. Creo que pasaré por allí, dentro de dos o tres semanas, y me gustaría verla, si usted pudiera dedicarme unos minutos.
Sinceramente suyo,
John Masefield
Y la ocasión llegó y se fue y no pudieron encontrarse. Masefield permaneció en los Estados Unidos por cinco meses y recibió muchos honores. Las universidades de Yale y de Harvard le concedieron doctorados honorarios. Fue objeto de homenajes y respondió a entrevistas de prensa. Vio más de lo que habría querido ver, pero a Marilla no pudo verla. Cuando consiguió escaparse de los compromisos de su apretada agenda, viajó a Memphis con la intención de darle una sorpresa y no encontró a Marilla en su biblioteca. Deambuló como un huérfano por las calles de Memphis y decidió marcharse esa misma tarde, porque le dijeron que ella acababa de salir y pensó que quizá podría alcanzarla en Nashville o en Chicago. Marilla se había marchado a Westernville, a pasar las vacaciones de verano con su familia, y allí le llegó la noticia de que Masefield había ido a buscarla.
Chicago, junio 17 de 1918
Querida Marilla
Acabo de recibir su carta, que le agradezco mucho.
¡Ay, querida Marilla! Parece que por muy poco perdí la oportunidad de encontrarla aquí y en Memphis. Volveré al lejano Sur el 26, y tal vez no pase por Memphis en mi recorrido, pero de todas maneras le confirmaré sin falta en unos días. Mientras tanto, le envío los mejores saludos.
Muchas gracias por escribirme.
Guardo la esperanza de que nos encontremos.
Sinceramente suyo, J.M.
A estas alturas, la intención de encontrarse parecía una comedia de errores. Masefield trató de mantener encendido el anhelo de volver a hablar con Marilla, pero la vida y su fama creciente lo llevaron en otras direcciones. La próxima carta tardaría de ocho años. De regreso a Inglaterra, Masefield llegó a la nueva casa de la familia, en Boars Hill, a solo cuatro millas de Oxford. Constance se había hecho cargo de la mudanza y pensaba que el ambiente rural y la cercanía de las bibliotecas de Oxford harían que su marido quisiera quedarse más tiempo en casa. Así fue. Aparte de algunos viajes a Irlanda, Escocia y el medio Oriente, Masefield pasaba la mayor parte del tiempo en su estudio, dedicado a su producción incesante de novelas, ensayos, artículos de prensa, discursos y cuentos infantiles. De sus escritos de aquel tiempo se destacan los poemas “Reynard, el zorro”, un colorido poema con escenas de caza, y “El Rey Cole”, inspirando en una vieja leyenda y en la creencia de Masefield de que “los espíritus de la gente buena siguen vivos como fuerza espiritual, para ayudar a la gente que lo necesita”.
En su casa de Boars Hill, Masefield recibía numerosos visitantes. En 1920, por sugerencia de Marilla, el poeta Vachel Lindsay llegó hasta su puerta y pasó allí una tarde. Robert Graves era vecino de Masefield y sus visitas eran tan frecuentes e imprevistas que fue preciso imponerle restricciones y horarios. Las relaciones de Masefield con Oxford eran ambivalentes. Le gustaba visitar las bibliotecas, en especial la Bodleyan, pero no se la llevaba muy bien con los académicos: para ellos, Masefield era demasiado rústico; para Masefield, ellos eran demasiado acartonados. Con la ayuda de los Lamont, sus adinerados amigos americanos, Masefield construyó al lado de su casa un pequeño auditorio que sería escenario de numerosos montajes teatrales y de la programación de los Concursos de Recitación de Oxford, que se celebraron entre 1923 y 1929. Los concursos buscaban establecer una nueva forma de recitar poesía, menos histriónica y exagerada, y se inspiraban en la idea de que la poesía debía ser recitada, no leída. A Masefield le molestaba que los recitales fueran competitivos –prefería la idea de festivales–, pero a los de Oxford los emocionaban los triunfos y las derrotas. Por aquella época se volvería un lector obsesivo de la Divina Comedia y llegaría a memorizar largos pasajes, hasta que el contraste entre la belleza del poema y la fealdad del mundo le resultó intolerable.
A menos que el archivo de su correspondencia esté incompleto (y es dudoso que así sea, porque Marilla sabía reconocer y guardar bien sus tesoros), la siguiente carta de Masefield llegó desde Inglaterra, diez años después de que se conocieron, y tenía por objeto pedirle un favor. Para entonces, Marilla se había marchado de Memphis y era la directora de la Biblioteca Pública de Cleveland. La carta está escrita a máquina y hay en ella una distancia que podría tener algo de resentimiento:
Marzo 13 de 1926
Hill Crest, Boars Hill, Oxford
Para Miss Freeman, Cleveland Public Library
Querida Miss Freeman,
Muchas gracias por su amable carta y por el recorte del artículo del señor Stuart Sherman. Fue muy amable de su parte que me lo enviara. En cuanto a su Sociedad Literaria, lamento decirle que en el momento no tengo ningún poema inédito para enviarles, pues no he vuelto a escribir poemas cortos desde hace algunos años. En cuanto a la fotografía para el frontispicio de la revista, no estoy seguro de que pueda conseguirle una copia, aparte de las que aparecen en los libros, pero le escribiré a mi editor y veré si puede conseguir algo.
En algún momento, durante el verano, una joven escocesa conocida nuestra, viajará a Cleveland para quedarse allí por un año en uno de los hospitales de la ciudad. Tal vez haya en Cleveland escoceses de su clan, pero –si no es así–, ¿podría darle una carta para que se presente ante usted, ya que estará muy lejos de casa y sé que le encantará poder conocerla?
Espero que la biblioteca esté floreciendo.
Sinceramente suyo, J.M.
La chica escocesa se llamaba Jean Lorraine-Smith. En su carta de presentación, Masefield le escribió a Marilla: “Estoy seguro de que a ella le encantará conocerla y que usted también disfrutará de conocerla”. Jean echaría raíces en Cleveland. Se casaría con un señor de apellido Pilcher y allí sigue floreciendo el árbol de su descendencia. La siguiente carta de Masefield tardaría tres años, y su tono sería más amable:
Hill Crest, Boars Hill, Oxford. Enero 3 de 1929
Querida Marilla
Muchísimas gracias por su muy amable carta de Navidad. Me encantó volver a tener noticias suyas.
No sabía que mi obra Los fieles había sido presentada en la casa teatral de Cleveland. Me alegraría mucho que pudiera enviarme un programa, si es que hubo tal cosa.
No he visto a la señora Pilcher desde que vino con su esposo. Me temo que ya habrán regresado a Cleveland. Por favor dele mis saludos a Jean si usted la ve.
Todavía tengo la esperanza de visitar su biblioteca alguna vez.
Algunos ingleses que han estado en Cleveland me dicen que es modelo de lo que una biblioteca cívica debe ser.
La carta está escrita a máquina. Masefield intercaló anotaciones a mano. Debajo de la línea sobre la biblioteca de Cleveland, escribió: “Recuerdo muy bien lo que usted había hecho con su biblioteca en Memphis: y nuestra agradable conversación allí”. Antes de las formalidades de la despedida, agregó, también a mano: “¿Por qué no viene alguna vez a Inglaterra, para observar las bibliotecas de aquí? Tenemos unas muy buenas aquí en Oxford”. Y en la esquina superior derecha: “El saludo más especial para usted. Que las bendiciones la acompañen”.
En los laureles
Robert Bridges, el Poeta Laureado de Inglaterra desde 1913, murió el 21 de abril de 1930, y el nombre de John Masefield sonó de inmediato como uno de sus posibles sucesores. La nominación por parte del Primer Ministro, Ramsay MacDonald –el primer miembro del partido laborista en ocupar esa posición–, y el hecho de que Masefield fuera el poeta favorito del rey George V fueron determinantes para su nombramiento, que fue anunciado el 10 de mayo de 1930.
Marilla dejó pasar un par de meses antes de enviarle a Masefield sus felicitaciones. Estaba de vacaciones en casa de sus padres, en Westernville, cuando le escribió una carta que es una hermosa crónica sobre su vida en aquel tiempo. Marilla no dejó pasar el hecho de que, mucho antes de que la corona inglesa reconociera a Masefield, ella se había adelantado en muchos años para hacerlo:
Westernville, NY. Agosto 8 de 1930
Querido señor Masefield,
Creo que soy una de las últimas personas en felicitar al Rey por su (Marilla tachó: “soberbio” y “perfecto”) impecable gusto en materia de poetas laureados.
Difícilmente usted podrá recordar que, al presentarlo ante el público del Nineteenth Century Club de Memphis, Tennessee, hace ya muchos años, yo dije que no era frecuente en el transcurso de una vida tener con nosotros a uno de los inmortales en carne y hueso, y que me disculpé –por si podía sonar exagerado– declarando que nunca había usado esa expresión y que no esperaba volver a usarla. Así que, aunque usted puede ver que sé muy bien que no necesita el reconocimiento real, no puedo evitar sentirme complacida de que uno de los más prestigiosos laureles del mundo haya sido puesto ahora en su frente.
¿Hay alguna esperanza de que venga a América el próximo invierno? Da la casualidad de que soy responsable de la programación del Club de Mujeres de Cleveland, y me encantaría poder informarles que hay una posibilidad, así sea remota, de verlo y escucharlo.
Si esa afortunada ocasión llegara a presentarse, hay muchas cosas en Cleveland que quisiéramos mostrarle, entre ellas el hermoso hijo de Jean Lorain-Smith Pilcher –que ya tiene un año–, a quien no he visto en muchas semanas, e incluso meses, de manera que no puedo hablar sobre su estado actual.
Además, está nuestra encantadora Casa del Teatro, cuyo programa de su Anne Pedersdotter le estoy anexando. Esto, en lugar del programa de Los fieles, que usted me pidió, una solicitud para la que yo he sido imperdonablemente lenta en notificar recibo. Los fieles fue una producción puramente experimental, en el pequeño auditorio de la Casa del Teatro, y si se imprimieron programas no quedaba ninguno cuando pregunté.
Anne Pedersdotter es considerada una de las producciones más exitosas de la Casa del Teatro, tanto que periódicamente se le revive y en el Salón Verde hay un retrato de tamaño natural de Katherine Wick Kelly, interpretando el papel de Anne.
Nuestra Biblioteca de Cleveland desea saludarlo y mostrarle sus tesoros. Hemos disfrutado de muchos visitantes ingleses y le agradezco por hacernos saber sobre sus amables comentarios. Y gracias por la invitación a visitar las bibliotecas de Oxford. Tengo la esperanza de hacerlo algún día, pero por lo pronto no viajo muy lejos debido a la salud de mi madre. Ahora le escribo desde nuestra casa de verano en el valle Mohawk, donde paso mis vacaciones leyendo, conduciendo auto y poniéndome al día con algunas cartas que tenía largamente descuidadas. ¿No cree usted que esta hermosa garganta de montañas (en la fotografía que le adjunto), situada a dos millas de nuestra puerta, se parece un poco a su condado de lagos?
Con el saludo más cordial,
Marilla Waite Freeman
Marilla agregó una anotación a mano: “Después del 15 de agosto, mi dirección será 7341 de la Euclid Avenue, Cleveland, Ohio”.
Su nueva condición de poeta Laureado terminaría por hacer de John Masefield una celebridad. Recibía tantas cartas que alguien recordó la queja de Tennyson –el poeta laureado que durante más tiempo ocupó la posición: 42 años– sobre los doscientos millones de poetas ingleses que lo tenían bombardeado con poemas. Masefield trataba de responder. Escribió en muchas cartas su consejo de seguir los tres principios guías para hacer literatura: “propósito atrevido, práctica constante y errores frecuentes”. Por iniciativa suya, se estableció un premio anual para poetas jóvenes; pero no dejó de torturarlo la idea de que había muchos poetas cuya obra permanecía ignorada. Masefield cumplió con diligencia su tarea de Poeta Laureado. Escribió poemas para numerosas ocasiones de la Corte, pero ninguno de esos poemas llegó a ocupar un lugar en sus antologías. En 1931 recibió un doctorado honoris causa de la Universidad de Cambridge. Sus múltiples ocupaciones y la enfermedad de Constance, quien en 1932 fue operada de un tumor cerebral, lo obligaron a abandonar las actividades de su teatro en Boars Hill.
En 1933, Masefield regresaría a los Estados Unidos, esta vez con su esposa. Meses antes, cuando tuvo noticia de la posibilidad de su visita, Marilla, le escribió una carta:
Querido Señor Masefield.
Dos de sus amigas aquí en Cleveland, la señora Pilcher (Jean Lorraine Smith) y yo hemos venido escuchando con gran interés sobre sus planes de hacer un viaje a América, y guardamos la esperanza de que ese viaje los traiga a su esposa y a usted a Cleveland. En una edición reciente de Publishers’ Weekly pude ver que Cleveland está incluida dentro del itinerario tentativo, y eso me dio la esperanza de que tal vez usted tuviera aquí un compromiso definitivo. En todo caso, estoy en contacto con algunas de nuestras más importantes organizaciones en Cleveland, que ofrecen cursos y conferencias, y me entristeció saber que el presupuesto del año había sido gastado, antes de que se supiera que usted estaría en América. Como gran centro industrial, Cleveland ha sido tan afectada por la presente situación financiera, de manera tan desesperada, que parece imposible poner en marcha proyectos literarios adicionales. Tengo, sin embargo, la esperanza, de que otras instituciones de Cleveland, quizá alguna de nuestras escuelas privadas, esté planeando traerlo a usted aquí y que Jean Pilcher y yo podamos tener la oportunidad de mostrarle, respectivamente, nuestra hermosa biblioteca y los hermosos niños de Jean.
Pero, incluso si no se presenta aquí, ¿será posible, si pasa por Cleveland, que se detenga por un día, para almorzar con algunos de nosotros en la biblioteca, como Q. E. y Robert Frost lo hicieron hace uno o dos años, y para cenar con el doctor y la señora Pilcher, conmigo y unos pocos amigos más?
Si la señora Masefield no desea el agotamiento de los grupos grandes, solo agregaría a la velada al doctor y la señora Hanford, de la sección graduada del Departamento de Inglés de nuestra Western Reserve University (quien fue gran amigo de Robert Frost, cuando estudiaron juntos en la Universidad de Michigan) y mi amiga, Anne Culter, hermana de la señora D. M, a quien usted conoce. A todos nos dará gran alegría ver a la señora Masefield y a usted, y guardo la esperanza de que tendremos la noticia de que vendrán a visitarnos.
Cordialmente suya,
Marilla Waite Freeman
Masefield llegó a Cleveland a principios de 1933 y Marilla se apresuró a enviarle una nota de bienvenida. Le decía que un pequeño grupo tenía la intención de organizar una reunión en honor suyo y de su esposa, que “por supuesto, usted puede sentirse perfectamente libre para declinar o –eso espero– aceptar”. Allí mismo le ofrecía los detalles: la reunión se había organizado por iniciativa de la esposa de James J. Tracy, quienes enviaría un auto a recoger a los Masefield en su hotel, así como a Marilla y al señor y la señora Pilcher.
Al parecer, la reunión no fue tan memorable como el encuentro en Memphis, diecisiete años atrás; pero alcanzó a despertar emociones entre los asistentes. Junto a la correspondencia de esos días, Marilla guardó una nota entusiasta de Louise Boutelle, una de sus asistentes en la Biblioteca Pública de Cleveland, quien expresaba su envidia por la habilidad de Marilla para relacionarse con los grandes y su entusiasmo por la poesía de Masefield:
Caramba, Marilla. Cómo quisiera tener la oportunidad que tú tienes de conocer gente real. Me enloquece la familiaridad con que te relacionas con los filósofos y coqueteas con los bardos. Por favor, quiero leer todo lo que el hombre ha escrito. Anoche me caía del sueño cuando leíste esas líneas de “La misericordia eterna”: “A la calle salí corriendo ruidoso, el diablo en mí bailando glorïoso”.
Marilla también guardó una fotografía de Masefield, tomada de un periódico de Cleveland, y en uno de sus bordes escribió una misteriosa reflexión:
Este es un rostro maravilloso. Espiritualmente confundido, intelectualmente despierto. Creo que alcanza profunda comunión espiritual con esa personalidad que se aferra ciegamente. Es necesario ir más allá de todo/a (La anotación termina con el símbolo de un círculo con un punto en el centro, que puede significar, entre otras cosas: Dios, oro, identidad –algo así como “yoidad”–, centro o apariencia)”.
El 17 de septiembre de 1933, alentada por el encuentro en Cleveland, Marilla le regaló a Masefield el tema para un poema. Aquella fue la última carta extensa que le escribió. Los trazos del borrador son amplios, sueltos, desatados. Marilla tenía 63 años, estaba en la plenitud de su inteligencia y le hablaba de tú a tú al Poeta Laureado de Inglaterra.
Querido Señor Masefield,
Anoche, durante la cena en casa de un residente de Cleveland, que es miembro de la junta directiva de la Universidad de Harvard y cuyo interés especial se encuentra en el área de las ciencias naturales, los Bosques Rojos de California asomaron la cabeza en nuestra conversación.
El señor Holden nos preguntó si sabíamos que allí, en las cumbres de esos majestuosos árboles, hay un cierto tipo de ratón pequeño que nace, vive y muere sin descender nunca a la tierra.
Cuando escuché aquella historia me pregunté si usted sabría eso y, en cierto modo, el tema me pareció tan asombroso e inspirador de poesía como el de los lemmings, sobre los que usted me habló en Memphis y sobre los que escribió un poema tan magnífico.
Recordando pasajes de su extraordinario escrito sobre esos grandiosos árboles de los Bosques Rojos, sentí que debía hacerle llegar la historia de estas criaturas diminutas cuyo mundo entero se encuentra en las cimas de esos árboles, para quienes “las estrellas brillaban sobre sus cabezas como guirnaldas”.
Bueno, ahora que releo, no parece que Marilla estuviera sugiriendo de manera directa que Masefield escribiera un poema sobre los ratones. Parece, más bien, que hacía su aporte al diálogo que inspira la poesía, a propósito de un texto de Masefield sobre la majestuosidad de las sequoias, al que corresponde la cita final de la carta.
La mención de los lemmings (o ratones noruegos) merece un comentario adicional. Se trata de un muy famoso poema de Masefield sobre ciertas criaturas cuyo comportamiento no deja de causar perplejidad. Cada cierto tiempo, los lemmings corren enloquecidos hacia el mar, donde se hunden y mueren ahogados, sin que sea claro por qué lo hacen. El poema ha entrado a formar parte de la tradición y del lenguaje porque ilustra los comportamientos absurdos de carácter suicida. Como es breve, me permito traicionarlo:
Una vez, cada cien años, los lemmings
Vienen hacia el Oeste, sobre la nieve, en busca de comida;
Hacia el Oeste, hasta que la sal del mar los cubre y los aturde
Hacia el Oeste, hasta que todos se ahogan, van los lemmings.
Se cree que alguna vez hubo una tierra hacia el Oeste,
Ahora sumergida, abundante en comida para estas hambrientas criaturas,
Y el recuerdo del lugar ha dejado grabada su marca
En los cerebros diminutos de los reyes de los lemmings.
Quizá, hace ya mucho, había una tierra más allá
Al oeste de la muerte, una ciudad, algún lugar tranquilo
Donde se podía degustar la tranquilidad de Dios
Y amar la pequeña belleza de un rostro humano;
Pero ahora esa tierra se encuentra sumergida. Y, sin embargo,
Persistimos, hacia el Oeste, buscando,
Las aguas, la muerte, la nada.
He buscado sin éxito, en los escritos posteriores de Masefield, la presencia de los ratones de los Bosques Rojos. Por un tiempo me pareció imperdonable ese gesto de ignorar la imagen poética que Marilla le había regalado. He llegado a entender que Masefield nunca llegó a ver a Marilla como yo la veo, que en aquel tiempo era un hombre asediado por múltiples distracciones y que –como lo he comprobado por mi propia experiencia– muy pocos escritores reciben y se entusiasman con las ideas que les regalan. Los entusiasmos de la creación escrita rara vez son transferibles. Y, sin embargo, la imagen del ratón y la estrella no deja de fascinarme y de alentar esta tarea. Me parece que ilustra mi insistencia en buscar el calor y la luz en una estrella muerta que no deja de brillar.
En cuanto a Marilla y Masefield, su larga amistad –sostenida por la intensidad de un solo encuentro– llegó a su momento culminante de manera muy pública. El 12 mayo de 1937, con motivo de la coronación de George VI de Inglaterra, Masefield leyó un breve discurso en el que envió un saludo a los Estados Unidos y recordó a Marilla: “Nunca olvidaré mi visita a la biblioteca de Memphis, Tennessee, y el enorme y hermoso salón, para uso de los jóvenes de la ciudad, organizado por Miss Freeman, quien ahora dirige la Biblioteca Pública de Clevelad”. El de Marilla fue el único nombre propio incluido en el discurso.
La mención de Marilla en el discurso de coronación causó revuelo en todo el país, pues pocos sabían de su amistad con Masefield. Marilla le escribió un mensaje de agradecimiento: “Gracias de corazón, querido señor Masefield, por el hermoso honor de incluir nuestras bibliotecas de Memphis y de Cleveland, y a mí misma, en su hermoso y conmovedor mensaje de coronación dirigido a América. Lo atesoraré profundamente”.
Aquella fue la última comunicación entre ambos. Masefield había dedicado buena parte de la década de 1930 a ejercer su tarea de Poeta Laureado y a visitar lugares como Australia, las Indias Occidentales, California (donde las sequoias de los Bosques Rojos lo impresionaron con su majestuosidad de templos naturales), Grecia, Turquía, Finlandia, Suecia, Noruega. En 1938, pasó con su familia una temporada en Montecarlo, dedicado a disfrutar de las presentaciones del Ballet Ruso (su nueva fascinación). Ese mismo año, los Masefield volvieran a mudarse cerca de Oxford –después de una temporada en Pembury, donde las relaciones de Masefield con sus vecinos llegaron a ser muy tensas–, a una casa campestre donde John y Constance pasarían el resto de sus vidas.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Masefield se recluyó en su casa, dedicado a escribir. Como la propiedad tenía un pequeño bosque, se hizo construir una cabaña a la que se retiraba durante el día. En 1942, la muerte en combate de Lewis, su hijo –quien estaba con el ejército inglés en el norte de África–, lo sumió en una profunda depresión. El consuelo de Masefield era su copiosa correspondencia con amigas de todas las edades. Cuando alguna venía a su casa de visita, Constance la recibía con amabilidad. En 1949, Masefield se enfermó de neumonía, influenza y apendicitis. En aquel tiempo, escribió un hermoso volumen sobre su vida como escritor: Tanto tiempo para aprender, cuyo título se inspiraba en el primer verso de El parlamento de las aves, de Chaucer: “The lyf so short, the craft so long to lerne”. El libro es una rara invitación a la grandeza literaria, la expresión de la certeza de que al mundo le esperan otros Dantes.
Constance murió el 18 de febrero de 1960, a causa de una neumonía, y Masefield se recluyo aún más. Al lado de la escritura de los poemas de ocasión, que su título de Poeta Laureado le imponía la obligación moral de escribir, Masefield se dedicaba a llenar crucigramas, a analizar partidas de ajedrez y –para ejercitarse un poco– a jugar al billar. Su hija, Judith, vivía con él. Una amiga de la familia venía dos veces por semana a sacarlo a pasear en auto. Tenía 88 años cuando publicó su último libro de poemas En alegre acción de gracias, una miscelánea con evocaciones marineras y versos dedicados a una “Ella” etérea y eterna que algunos han comparado con la Beatriz de Dante. Murió semanas después, el 12 de mayo de 1967, después de negarse a que le amputaran una pierna gangrenada. Al final estaba sordo y casi ciego. En sus poemas, John Masefield pidió que arrojaran sus cenizas al agua; pero yace en la Esquina de los Poetas de la abadía de Westminster, al lado de Chaucer, Samuel Johnson, Coleridge y otros grandes.