Si yo mismo hiciera caso a lo que digo en mis clases de cine, habría prestado mejor atención a la primera escena de Hit Man, la película más reciente de Richard Linklater. Estamos en un salón de clase y un profesor habla de Nietzsche, con tono retador les dice a los estudiantes que una cosa es cuestionar la moral cuando se habla de filosofía y otra muy distinta hacerlo en la vida real. Un estudiante comenta con tono burlón sobre la ironía que significa que ese Superhombre nietzscheano de salón de clase conduzca un vehículo de presupuesto moderado.
La reflexión moral está en el fondo de la historia. El comentario del estudiante ilustra una trampa en la que el mismo personaje ha de caer. Nadie, ni él mismo, da un centavo por su atrevimiento fuera del salón de clase. Que tenga un trabajo adicional con la policía, como fabricante y operador de aparatos de vigilancia, nos parece simplemente una tarea para redondear un presupuesto que –como profesor– no debe ser muy bueno.
El profesor –que además enseña psicología– es un hombre de aspecto insignificante llamado Gary, quien vive su crisis de la edad madura, está divorciado y vive con dos gatos a los que llama Id (Ello) y Superego (hay un momento en que el narrador personaje no resiste la tentación de explicarnos esos conceptos). En sus ratos libres, Gary acompaña a la policía a ejercer labores de vigilancia. Desde una camioneta destartalada prepara micrófonos y acopia registros de conversaciones con personas que quieren contratar un asesino a sueldo (un hitman), quien al final –después de las palabras explícitas e incriminatorias del cliente– resulta ser un policía encubierto.
Un día, el policía que se hace pasar por asesino recibe una suspensión ejemplar y Gary se ve obligado a asumir ese papel. El asunto sale mejor de lo que nadie lo esperaba. Gary usa sus conocimientos de psicología para hacer que su “hitman” de mentiras parezca muy real. Dice lo que el cliente espera escuchar, se comporta con la dureza o discreción necesarias para que la persona al frente confíe y revele la naturaleza y los detalles del negocio.
El éxito de Gary es tal que, además de la actitud y las palabras, decide crear un personaje distinto para cada cliente. Esa es quizá una de las partes más brillantes de la película, la manera como este actor (Glen Powell) se convierte en montones de asesinos distintos, cada uno diseñado para conducir, como reses al matadero, a los compradores de muertes.
Como la película acaba de salir, trataré de evitar muchas revelaciones (spoilers) sustanciales. Solo diré que a partir del momento en que Gary, disfrazado como el duro y sensible Ron, conoce a Maddy (Adria Arjona), una mujer que intenta librarse de un marido abusivo, la película se adentra en una complejidad que como historia es admirable, y como ejercicio moral lo pone a uno a apretar los dientes.
Entre los encantos de esta historia bien contada que es romance, comedia y drama al mismo tiempo, se encuentra su reflexión sobre la identidad. ¿Quiénes somos? ¿De verdad nos conocemos? ¿Es posible cambiar lo que somos?
Contrario al criterio clásico, para el que el pecado necesita castigos ejemplares, de vez en cuando el cine y la literatura nos han puesto al lado de lo que tradicionalmente se ha conocido como “el mal”, nos ha puesto a desear que todo le salga bien.
A esa trasgresión se debió el éxito de series como Breaking Bad o Ripley (la obra de Patricia Highsmith cuya versión más reciente es también una obra maestra). Hit Man no es tan monumental, como cine se podría decir que es buena televisión, pero su complejidad moral está a la altura y quizá supera a las que acabo de mencionar, porque consigue que los espectadores se identifiquen mucho mejor con esos personajes que en cierto modo se ven forzados a estar del lado del mal y que al final deciden vivir con el peso de sus decisiones.
Como historia, Hit Man ofrece algunas inconsistencias. ¿Era Maddy tan inocente como parecía? ¿Será sostenible esa dicha final? Para alguien nacido en Colombia resulta un poco insultante esa manera de referirse a los asesinos a sueldo como una especie de mito urbano. Fastidia un poco que todo el asunto parezca de mentiritas.
Pero como ejercicio moral, como esa rara función que cumplen la literatura y el arte cuando nos preguntan: “¿Qué harías en un caso semejante?”, la película de Linklater apunta a corta distancia y da en el blanco, justo en el sitio donde se esconden los laberintos del corazón.