Crichton, el admirable
Domingo 31 de enero de 2021
Entre la gente bendecida con talento, cuenta Johnson, parece no haber existido nadie tan exaltado como un hombre que vivió hace ya quinientos años, a quien la gente conocía como “Crichton, el admirable”. Su gracia y su belleza eran notables y –como la virtud se acepta más cuando aparece bajo formas agradables– era querido por muchos. Su fuerza y su agilidad eran tan amplias que era capaz de utilizar la espada con ambas manos y de alcanzar sitios inalcanzables; hasta el punto de que nadie, en su natal Escocia, se atrevía ni en juego a retarlo.
Crichton había estudiado en la Universidad de St. Andrew y, a los 21 años, viajó a París, donde propuso un reto a los académicos de la ciudad. En la puerta del colegio de Navarre pegó un cartel que decía que cierto día, a cierta hora, estaría allí para debatir con cualquiera: “en una variedad de diez idiomas, y sobre cualquier ciencia o disciplina”. En la fecha prevista llegaron 3 mil personas para ver su discusión contra cuatro doctores de la iglesia y cincuenta maestros de artes. Según la crónica escrita por uno de sus oponentes, los cuatro doctores fueron derrotados y Crichton dio pruebas de un conocimiento por encima de la capacidad humana, que “ni cien años de estudio continuo, sin comida ni descanso, serían suficientes para alcanzar”. Los debates duraron nueve horas y, al final, el presidente de la escuela y los profesores le obsequiaron como premio una bolsa de diamantes.
De París, Crichton viajó a Roma, donde repitió su reto y obtuvo un triunfo semejante, esta vez con el Papa y los cardenales como testigos de ese milagro del entendimiento. De allí fue a Venecia y Padua, donde además de las disputas abrió y cerró sus presentaciones con poemas improvisados, uno de ellos encomiando la ignorancia.
Crichton era dibujante y pintor excelso, cantaba y tocaba instrumentos musicales como si fuera un ángel, bailaba con una gracia sin igual y era jinete refinado. Las diversiones triviales no le eran ajenas: jugaba a las cartas, los dados, el tenis, y –a pesar de su disciplina para el estudio– sacaba tiempo para goces mundanos. Se cuenta que, antes de su primera disputa en París, cuando los curiosos preguntaban dónde podían ver a ese monstruo que se disponía a enfrentarse a maestros y doctores, se les remitía de inmediato a una taberna cercana.
Crichton conocía tanto las maneras del mundo que, cuando estaba en Mantúa, compuso una comedia en la que él mismo representó quince personajes distintos –poniendo en ridículo, de antemano, a Sir Alec Guinness y Eddie Murphy–. Su memoria era tan prodigiosa que, después de escuchar un discurso de una hora, lo repitió palabra por palabra y con los mismos gestos y énfasis del orador original.
En Mantúa, Crichton retó a un afamado peleador, de quien se decía que había matado a tres de sus contrincantes. El duque de Mantúa, admirador y protector de Crichton, pensó que el joven escocés abusaba de su suerte, al apostar quince mil monedas de oro en una pelea con navaja, pero se vio incapaz de disuadirlo y financió la empresa. Crichton hizo lo que siglos después Alí haría con Foreman: se dedicó con calma y paciencia a eludir los manotazos furiosos de su adversario, hasta que su ímpetu agotó sus energías, y luego se puso a la ofensiva y lo mató de tres navajazos. Crichton les regaló el premio recibido a las viudas de los hombres que el muerto había matado.
El duque de Mantúa decidió hacer de Crichton el tutor de su hijo y heredero, Vicentio de Gonzaga, un muchacho disipado y con fisuras de carácter. Poco después, durante una noche de carnaval, mientras deambulaba por la ciudad con su guitarra en la mano, Crichton fue atacado por seis hombres enmascarados. Con coraje y astucia, nuestro héroe logró vencerlos a todos y desarmar a su líder, quien –al quitarse la máscara– reveló ser su pupilo, el hijo del duque.
Crichton se puso de rodillas, agarró su propia espada por la punta y se la ofreció al príncipe, quien de inmediato la tomó en su mano e impulsado, según algunos, por la envidia, y según otros, “por la ebriedad y la furia y un brutal resentimiento”, le atravesó el corazón. Al momento de su muerte, Crichton tenía veinticinco años.