10. "Su rostro era el de un hombre que viene de muy lejos"
Hace trece años, durante otro semestre sabático de la universidad, aproveché los ingresos que me reportó un trabajo como escritor fantasma y me fui durante un mes a Sri Lanka. Mi obsesión con la isla había nacido en la adolescencia y, con el tiempo, me volví un experto en su historia y sus historias.
Una de las historias que más me interesaba era la de Fa Hsien, un monje chino que en el año 399 salió con un grupo de monjes desde Chang'an, la capital del reino de Tsin, con la intención de buscar en la India copias fieles de los libros de disciplina del budismo. Fa Hsien y sus amigos cruzaron desiertos, abismos y mortales parajes de hielo. En el camino, el grupo creció y se redujo de manera paulatina. Algunos murieron, otros regresaron y otros, extenuados, decidieron quedarse donde sus pies se negaron a seguir. Al final de un viaje que había durado doce años, Fa Hsien llegó solo a Sri Lanka, donde por fin encontró lo que buscaba.
En abril de 2012 pude visitar Anuradaphura, el lugar donde Fa Hsien dedicó dos años a transcribir los textos sagrados, antes de regresar por barco a su natal Tsin. Ahora he podido visitar el lugar donde su viaje comenzó y he vivido aquí una curiosa experiencia de la que Fa Hsien habla en el relato de su viaje: el revuelo que sus rasgos forasteros produjeron en países remotos.
Templo de la campana, en Xi’an
La novela en la que relato el viaje de Fa Hsien se llama "Resplandor", pero originalmente tenía un título tomado del poema de Gilgamesh: "Su rostro era el de un hombre que viene de muy lejos" (el editor insistió en que lo cambiara").
He vuelto a pensar en la historia de Fa Hsien y en esa frase que siempre me ha intrigado, porque durante mi recorrido por la China mi rostro inusual no ha dejado de despertar curiosidad.
Por donde he caminado, los niños me miran boquiabiertos. Cuando fui con Shu Ping a una sesión de reflexología (no me dejen olvidar), la chica que estaba atareada con sus pies no dejaba de mirarme. Shu Ping me contó que a la chica mis ojos le parecían muy grandes y mis dientes bonitos. En Xi'an, unos chicos me preguntaron, con gestos de reverencia, si podían tomarse selfies conmigo, y una influencer se volvió viral porque, después de verme tomándole fotos, me invitó a participar de su transmisión. Como no hablaba mucho inglés, sus propios seguidores le decían qué preguntarme. También me enseñó algunas expresiones en chino que nunca sabré lo que significan.
Recibiendo esta atención tan entusiasta, he llegado a creer que no es que sea feo, sino que estaba en el hemisferio equivocado. Si alguna vez he estado cerca de saber lo que sienten las celebridades, si he podido saber lo que significa robarse las miradas cuando se camina entre la gente y ver dibujar gestos de asombro, ha sido durante estos días en la China, particularmente en Xi'an.
Ahora estoy a punto de volar a Tokyo y tengo la sensación de que me tomará años procesar todo lo que viví en la China. Tanto en Beijing como en Xi'an me integré a recorridos colectivos por los sitios de interés. Viví esa curiosa experiencia de ser parte de grupos diversos que nunca más volverán a reunirse.
En Beijing éramos seis: una pareja proveniente de Chenai, un joven ingeniero de Bangalore y una pareja italiana. Nos dejamos conducir por un guía apurado que al final, a la sombra de la muralla china, terminó contándome su vida.
Para no complicar a los turistas, el guía dijo llamarse Michael, y es un hombre que ama su partido comunista. Nos mostró, desde ángulos estratégicos, la plaza de Tiananmen y la ciudad prohibida y, en el camino a lo que los chinos llaman la ciudad larga, nos dijo que según la tradición nadie puede ser un gran hombre o una gran mujer si no ha escalado la gran muralla. Olvidé preguntarle si la grandeza se extiende a los que subimos en teleférico.
Mientras el grupo volvía a reunirse para regresar a Beijing, Michael me contó que había nacido en un pueblo de agricultores donde las condiciones eran precarias. Las suelas de los zapatos eran delgadas y en el invierno el frío les congelaba los pies. Se alimentaban principalmente de maíz, y la carne de cerdo era un lujo que solo podían darse dos veces al año. Por eso agradece tanto las oportunidades que su gobierno le ha dado. Vino a Bejing, se hizo profesor de inglés, compró un apartamento y pudo traerse a su padre anciano (su madre había muerto mucho antes) a vivir con él los últimos años.
Selfie con Michael (Shi Mendong)
Recuerda que, recién llegado a la ciudad, su padre estaba tan impresionado con lo que veía (los edificios, los autos, las pantallas y hasta el inodoro del apartamento) que no pudo dormir en varios días. Ahora Michael está terminando de pagar otro apartamento y se siente orgulloso de haberle dado a su padre una vejez cómoda. Dice que cuidar de los padres es una prioridad y que la vida recompensa a quienes lo hacen. Su hija está presentando los exámenes para entrar a la universidad, y Michael quiere que estudie acupuntura y medicina tradicional, porque en esa profesión la experiencia representa mayor estatus ("como guía siempre se dice lo mismo").
Explica que por mucho tiempo todos querían repartirse la China, como si fuera un pedazo de pastel, pero que la ayuda de Stalin, en 1949, había transformado a un país tradicionalmente agrícola en un país importante a nivel tecnológico. Dice que la nación ordenada y sólida que hoy puede verse empezó hace unos treinta años y agrega, disculpándose, que Trump con la China tiene las de perder, pues está construída sobre la base de milenios de esfuerzo y sabiduría colectivas.
El grupo de Xi'an fue más entretenido. A pesar de que la pareja rusa no hablaba nada de inglés (eran amables, pero la comunicación era imposible), el resto terminamos compartiendo información de contacto y prometiendo visitarnos.
Con uno de los granjeros que descubrieron el ejército de terracota
Había un joven arquitecto de Sudáfrica, una chica australiana que practica buceo de profundidad y una pareja fascinante que se ganó el cariño de todos.
Danielle y Michael se conocieron entre nubes. Él era piloto de una aerolínea de los emiratos árabes y ella era asistente de vuelo. Cuando los matrimonios de ambos alcanzaron su fecha de expiración ("They run out their course", dice Michael), decidieron juntar sus vidas sin casarse.
Danielle nació en Australia. pero vivió un tiempo en Canadá. Dice que ha dejado de volar, porque pasar mucho tiempo en el aire envejece de manera prematura.
Michael es alto, apuesto, inteligente y quisiera ser conocido como "el caballero internacional del misterio" (prometió transferirme dinero si lo describo en buenos términos). Su segundo nombre es Tui, que en el idioma de Fiji (donde nació), significa soberano. Al despedirnos bromeábamos diciendo que en su tumba tendrían que poner un gran ejército de terracota.
Selfie con Danielle y Michael
Danielle y Michael tienen casas en Noruega, Suiza y Fiji, pero su proyecto inmediato es remodelar la casa en Fiji que está a solo unos pasos de un mar de verdes y azules demenciales.
Michael me contó que una de las curiosidades de Fiji es que está cruzada por la línea donde comienzan los días y que, para evitar confusiones, se decidió que la línea dejara de ser recta y se acomodara al contorno de la isla.
La información me pareció interesante porque mi viaje, que ya entra en su quinta semana, ha sido también una larga reflexión sobre las convenciones con las que el mundo mide el tiempo. Desde que empecé a viajar hacia el oriente, fue como si me internara en el futuro. Ahora mismo vivo doce horas más adelante que la gente del lugar de donde salí, pero cuando cruce esa línea, a la que Fiji ha obligado a quebrarse, daré un salto inmediato hacia el pasado, hacia un tiempo ya vivido en el que se me ofrece una segunda oportunidad.
Quizá los mejores recorridos que he hecho en la China han sido aquellos sin plan ni derrotero. Conocer los lugares de interés es siempre interesante, pero es lo imprevisto, la exploración personal, la aventura, lo que le da a un viaje su carácter único.
Selfie con Shu Ping
Mi día con Shu Ping fue maravilloso. Me ayudó a encontrar cosas hermosas y a buen precio en el mercado de antigüedades. Comimos hasta decir no más en un buffet de platos deliciosos. Mis pies recibieron un cuidado que estaban muy en mora de recibir (salieron dolores que llevaban décadas guardados entre los huesos y los músculos), y al final nos despedimos, con la ilusión de volver a vernos, en el mismo bosque donde nos conocimos.
En Xi'an recorrí por mi cuenta la muralla que rodea la ciudad antigua (tiene mil cuatrocientos años), y disfruté tres noches seguidas de esa vida nocturna siempre interesante: mujeres vestidas con trajes tradicionales que se tomán fotos frente a los templos, toda clase de comidas, variedad infinita de locales comerciales, y un idioma que envuelve, que acaricia, que arrulla.
Motivado por el cuidado de mis pies, la segunda noche en Xi'an decidí entrar a un local donde limpian las orejas. La paciente mujer que asumió la tarea sacó material suficiente como para hacer un soldado de terracota.
Pero lo mejor de todo fue que la hermosa Chang'an de mi querido Fa Hsien no se cansó de prodigarme la rara sensación de ser una criatura interesante, un raro personaje cuyo rostro refleja lugares remotos.